Gioconda recuperó dolorosamente la conciencia. Se sentó en aquel sucio y viejo suelo, con la cabeza y la herida del hombro latiéndole de dolor. Se llevó una mano a la cabeza y… ¡Ouch! ¡Ahí dolía más! Entonces notó algo húmedo. Bajó la mano, frotando con el pulgar aquel líquido escarlata: sangre. Se había hecho una brecha, pero ¿cómo?
No sin cierto trabajo intentó recordar lo que le había pasado. Ese sitio cayéndose a pedazos, el débil aroma dulzón a jazmín… el olor de Hayami. Y Leo… ¡la había atacado!
La había sujetado por el cuello y había comenzado a apretar. Ella había intentado hablar con él, preguntándole tontamente qué es lo que estaba haciendo. Leonardo, por toda respuesta, se había limitado a apretar más su agarre a la par que se incorporaba, arrastrando a la chica con él.
Gioco, tras entender que no iba a soltarla había decidido pasar a la acción. Comenzó aporreando con sus puños los brazos de la tortuga, con todas sus fuerzas, pero no funcionó. Había pues pasado a intentar zafarse con un movimiento para contrarrestar el agarre, pero también fue en vano. Por último, ya con desesperación porque empezaba a faltarle el aire, probó a golpearle en las costillas y aunque él pareció que iba a aguantar de nuevo estoicamente sus golpes, gruñó y dio unos pasos hacia atrás, tambaleándose por la resistencia de Gio.
Sin embargo, Leonardo la arrastró haciéndola dar media vuelta y la estampó contra la pared… ahí. Ahí fue cuando todo se volvió negro. Pero ¿durante cuánto tiempo?
- ¡MÁTALO! ¡MÁTALO!
Era la voz de Hayami. Y golpes; alguien estaba peleándose. Todo provenía del piso de abajo.
- Leo – murmuró, mirando el arco de la puerta del dormitorio. Y entonces se espabiló del todo – Yoichi…
Salió corriendo.
En apenas un vistazo desde la escalera vio a ambos enzarzados en un duelo a muerte mientras Hayami, de pie dándole la espalda, observaba la escena con notable diversión. Esa… esa… ¡zorra!
Gioconda apretó los dientes con furia, saltó sobre la barandilla a la par que extraía sus tessen y se lanzó sobre Hayami… para que ésta la esquivara con suma rapidez. Sus ojos amarillos brillaban de malicia.
- Confiaba en que mi esclavo hubiera seguido mis órdenes y me hubiera librado de tí, chiquilla, pero eres persistente – dijo, arrugando la nariz – Francamente empiezas a irritarme.
- Tiendo a causar ese efecto, sí – admitió Gioconda, adoptando una nueva postura de ataque y soplándose el flequillo – Es una de mis cualidades, según Raph: puedo ser como un grano en el culo. Por cierto, tú tampoco te quedas atrás…
Hayami gruñó y se lanzó a por Gioco sorpresivamente, usando sus garras. La chica esquivó por los pelos, encadenando una serie de saltos hacia atrás para alejarse lo máximo posible de ella. Aprovechó para lanzar una mirada de soslayo en dirección a los otros dos guerreros, pero eso casi la cuesta un zarpazo en la pierna.
Yoichi les había hablado del kitsunetsuki, es decir, la posesión del zorro; en las historias se contaba que los kitsune eran capaces de poseer a sus víctimas. Sin embargo, el joven decía que él tomaba este acto con cautela, puesto que dadas las descripciones que se daban en esos relatos esa posesión no dejaba de ser una explicación o excusa de la época para justificar ciertas enfermedades mentales. Antiguamente la epilepsia, por ejemplo, no se consideraba una enfermedad si no una posesión demoníaca. Tal desconocimiento ocasionaba terribles consecuencias para el pobre desafortunado que la padeciera.
A pesar de ello y visto lo que había sucedido, para Gioconda saltaba a la vista que algo de cierto sí que tenía el kitsunetsuki; puede que no fuera una posesión demoníaca literal pero sí que parecía que el kitsune tenía cierta forma de influir en la voluntad de los demás: la prueba de ello era el comportamiento de Leonardo. Él jamás la habría lastimado. Pero ¿por qué la criatura no se limitaba a hacer lo mismo con ella? Gioconda no tenía respuesta para eso, pero poco importaba.
- “Debo distraerla de nuevo” – pensaba la chica – “Antes funcionó porque casi la obligo a cambiar de forma… quizá ahora pueda ayudar a que disminuya su influencia sobre Leonardo, pero… es rápida, es increíblemente rápida. No sé si podré seguir con este ritmo mucho más tiempo. ¡Vamos Leo! ¡Vuelve en ti!”
Yoichi salió expelido hacia atrás debido al empujón, pero no perdió el equilibrio. Alzó nuevamente la katana, que se interpuso ante una de las espadas gemelas de la tortuga; tras rechazarla cambió su orientación y consiguió bloquear el golpe de la otra. Hacía rato que había cejado de insistir en razonar con él: Leonardo-san estaba, lamentablemente, bajo el kitsunetsuki. El joven Nomura no deseaba herirle, pero se quedaba sin opciones. Leonardo tampoco parecía estar en sus mejores condiciones físicas, puesto que su forma de luchar era más indisciplinada y burda que cuando cruzaron espadas en la residencia de su padre. Yoichi se había dado cuenta de esto, pero desconocía la razón; quizá fuera cosa del kitsunetsuki o puede que se debiera simplemente a que la tortuga estaba ya a esas alturas de la noche tan exhausta como él.
El humano comenzaba a sentirse desesperado: o atacaba abiertamente a Leonardo arriesgándose a herirle de gravedad o podía huir, pues así no llegaría a ningún sitio. Se había quedado sin más opciones.
Justo se preguntaba si debía intentar retroceder hacia la escalera para subir al piso superior y huir por allí, ya que no quería marcharse sin Gioconda, cuando la mutante hizo acto de presencia y comenzó a luchar contra la kitsune en el otro extremo de la estancia.
Esta irrupción hizo que sus fuerzas se renovaran, diciéndose a sí mismo que debía imponerse a Leonardo-san aunque tuviera que causarle algunas heridas; en ese caso intentaría que fueran mínimas.
Contrarrestó el último ataque del mutante adolescente y elevó la pierna de tal modo que asestó a la tortuga un puntapié en su mano izquierda, saltándole una de las espadas. Giró sobre sí mismo, proyectó de nuevo la pierna y le alcanzó en pleno mentón. Su contrincante retrocedió dando con el caparazón en una columna y Yoichi intentó clavarle a la misma por el hombro derecho para que quedara inmovilizado. Sin embargo, Leonardo se apartó y su katana se clavó en cambio en la viga de madera, quedándose ahí atascada. ¡Maldición!
Nomura tiró con todas sus fuerzas, pero el arma apenas se movió unos centímetros cuando Leonardo se le volvió a echar encima con la única espada que le quedaba y el joven se vio obligado a apartarse de la columna. Desarmado, tenía pocas opciones, pero un samurái solía tener muchos trucos bajo la manga. Se despojó de su obi, enrollándolo en parte alrededor de su brazo para acortarlo y esperó al siguiente ataque de la tortuga. Cuando Leonardo atacó Yoichi esquivó el golpe y envolvió las muñecas de Leonardo con su cinturón, tirando lo suficiente como para impedir que siguiera en su ataque.
Yoichi iba a iniciar un forcejeo cuando de pronto vio algo inaudito: la tortuga le había guiñado un ojo. Se quedó clavado en el sitio, aún aferrando la muñeca de Leo, mirándole de hito en hito.
- Buen movimiento – murmuró la tortuga, apenas abriendo su boca.
- ¿L-Leonardo-san?
- La perla – dijo Leo y señaló con la cabeza a Hayami – Eso es lo que buscas. El Hoshi-no-tama, su colgante.
Yoichi dirigió su mirada hacia Hayami quien, en ese momento intentaba golpear con sus colas a Gioconda. Vio la perla, unida a la bonita cadena dorada, botando en su cuello: ahora que lo pensaba, jamás había visto a Hayami sin su colgante. Miró de nuevo a Leonardo, sorprendido y sintiéndose, por qué no, molesto.
- Te pido disculpas – se excusó Leo, entendiendo su expresión. Agarró el obi, soltándolo con sutileza – Por eso Gio sigue viva: he estado resistiéndome todo lo posible a su influencia – Así que eso era, entendió Yoichi: Leonardo no estaba bajo la influencia de la kitsune, de ahí que no hubiera estado luchando tan en serio– Pero es tan fuerte que aún la siento, en mi cabeza, a pesar de estar distraída. Si vamos a hacer algo, tiene que ser ya – agregó, viendo que Hayami había conseguido desembarazarse finalmente de Gioco, lanzándola por los aires contra la escalera.
- Es mía – susurró Yoichi, quedamente.
Leonardo asintió y le tendió su espada, pues no tenían tiempo de andar tomando la katana. Y a la par que el joven Nomura se lanzaba en pos de su enemiga la tortuga se mantenía en la retaguardia.
Ella le vio venir en el último instante. Había estado tan concentrada en derribar a aquella cachorrita persistente que no se dio cuenta del engaño del que había sido víctima. La kitsune que se hacía llamar Hayami estaba de pie, a punto de pisotear sin piedad a la niña mutante, cuando percibió un peligro aproximándose a ella. Apenas tuvo tiempo de apartarse cuando notó un filo rasgándole dolorosamente la carne de su clavícula.
La kitsune aulló apartándose, golpeando y mordiendo casi a ciegas por la furia y el dolor; estas sensaciones provocaron que tomara la decisión de cambiar finalmente de forma. Se revolvió y se encaró a Yoichi quien la encaraba con una de las espadas de Leonardo en las manos, manchada de sangre… su sangre.
No sin cierta alarma Hayami entendió que Yoichi había descubierto su Hoshi no tama y había intentado arrebatárselo. Por suerte para ella, no lo había conseguido: como ahora poseía una forma completamente vulpina la esfera de poder colgaba de la punta de su cola central.
- Me has dado – dijo mentalmente, haciendo oscilar la esfera reluciente con el movimiento de sus colas– Toda una hazaña, te lo reconozco, aunque necesitarás mucho más que eso para obligarme a marchar. Y créeme, lo tienes difícil: me había limitado a jugar contigo pero ahora que por fin me ves tal como soy, no tendrás ninguna posibilidad. Te mataré, luego a tu padre y por último, a esa hermana tuya…
Yoichi apretó los dientes, furioso, pero no hizo ni un solo movimiento porque mientras hablaba la kitsune la esfera había comenzado a brillar más y más. Del hocico abierto de Hayami surgió un rayo de luz que el joven esquivó, rodando por el suelo a un par de metros más cerca del zorro. Hizo una pequeña carrera y de un salto intentó alcanzar una de las colas del zorro, pero falló su golpe. Hayami se volvió, golpeando con las colas, alcanzando a Yoichi y derribándole en el suelo; acto seguido saltó y quedó suspendida en el aire, el Hoshi no tama ondulando con los movimientos de su cola.
- Persistente pero inútil – se burló el zorro – Y dices llamarte samurái. Por mucho que lo odie he de reconocer que ni siquiera llegas a Tanjiro a la suela de los zapatos, por muy vil y traicionero que pudiera ser.
- ¡Silencio! – espetó Yoichi, incorporándose con trabajo y alzando de nuevo la espada de Leo - ¡Un ser como tú no tiene derecho a tachar de vilezas y traición!
Los ojos del kitsune relucieron.
- No tienes ni idea. Tengo todo el derecho del mundo a hablar de ese… ese despreciable hombre sin corazón.
- ¿De qué estás hablando? ¿De tu expulsión de la aldea a punta de espada? ¡Tus maldades debían tocar a su fin!
- ¡Necio, yo no era aquel kitsune!
Yoichi jadeó, sorprendido, pues no había esperado semejante réplica. El zorro bajó sus orejas y por una vez pareció completamente abatido.
- No era más que un cachorro, hambriento y miedoso – susurró el zorro – Solía esconderse para espiar a los humanos, fascinado y curioso por todas aquellas cosas que solían hacer durante el día. Por ello gustaba de adoptar el aspecto de uno de ellos para observarles más de cerca, provocando que a su madre le diera en más de una ocasión un gran susto cuando llegaba y no lo encontraba. Le advirtió que no se acercara a ellos, que no debía dejarse ver… pero él lo hizo. Eso atrajo a Tanjiro a la guarida; a él le daba lo mismo que fuera un cachorro o no… no sintió ninguna piedad cuando arrebató su vida - Una lágrima surgió de uno de los ojos de la kitsune, que resbaló hasta caer al suelo. Cuando alzó la cabeza lo hizo con las fauces abiertas, mostrando una hilera de dientes puntiagudos - ¡Era mi pequeño! ¡Mi único hijo! Él lo mató… lo mató y yo no estaba allí para protegerlo… fue a buscarle, a Tanjiro, porque necesitaba verle con mis propios ojos. Él nunca fue mi objetivo: sólo quería ver al asesino de mi hijo. Por eso juré que, un día cuando terminara mi luto y me fortaleciera, volvería y acabaría con su descendencia. Sólo una vez que la haya cumplido, mi hijo podrá descansar en paz…
Yoichi había aprovechado el descuido del kitsune para irse aproximando, despacio, paso a paso, con el único objetivo en mente de atrapar la esfera de poder. La historia revelada por Hayami le había conmovido ligeramente pero no podía permitir que ella le matara a él y a su padre: no podía hacerlo, independientemente de sus motivaciones.
Estaba muy cerca y justo cuando creía que podría conseguirlo la kitsune le atacó. Cerró sus fauces en el brazo que portaba la espada de Leo que él soltó dando un alarido de dolor. El zorro se elevó en el aire arrastrando al hombre con él, al cual zarandeó y lanzó de cabeza contra la columna donde había quedado clavada su katana. Yoichi resbaló por la misma hasta dar con el suelo, semi inconsciente.
- ¡No me detendré hasta que el último de los descendientes de Nomura Tanjiro esté muerto! – bramó, con un ladrido agudo – Es hora de poner fin a todo esto, cachorro. ¡Daré la paz al espíritu de mi hijo que por fin podrá descansar en…! ¿Qué?
Visto y no visto. Hayami no había detectado a Leonardo tan ocupada estaba en terminar con Yoichi de una vez por todas. Pero sí notó el tirón, el corte, que separó la esfera de la punta de su cola central… y cuando quiso mirar vio a la tortuga de pie, con la esfera en una mano y un tantõ en la otra. Echó las orejas hacia atrás y mostró los dientes pero no le atacó.
- Tú… creía que…
- ¿Me controlabas? – preguntó Leo – Lo hiciste, Hayami, pero ya no. Como te dije, no soy un asesino, pero tienes razón en una cosa y es que es la hora de poner fin a esto, de una vez por todas…
El zorro descendió lentamente hasta posar sus patas en el suelo de madera, encogiendo sus colas y manteniendo las orejas gachas. La luz que emitía el Hoshi no tama se iba debilitando.
- Tortuga… Leonardo-san – dijo en un tono de voz calmado y suave – Eso que sostienes es parte de mi alma: si la alejas de mi… moriré.
- Quiero devolvértela, Hayami, o como quiera que te llames. Pero sólo si me prometes que dejarás vivir a la familia Nomura y esto implica que liberes a Tetsuo de tu influjo.
Ella gruñó.
- ¿Acaso no has escuchado lo que he contado hace un momento? Lo único que deseo es…
- Vengar la muerte de tu hijo. Sí, lo he escuchado. Estoy más familiarizado con la venganza de lo que puedas imaginar; si algo he aprendido es que la misma no soluciona nada. Tomar la vida de Yoichi y de Tatsuo no te devolverá a tu hijo perdido.
El kitsune se deshizo en gemidos y gañidos, temblando en el suelo, intentando aproximarse a Leonardo adelanto una pata y luego otra.
- Por favor – rogó – Devuélvemela.
- Si haces lo que te pido: sé que en este punto se hace un trato.. Yo te devuelvo tu Hoshi no tama, tu esfera de estrellas, y tú me concedes aquello que deseo, que es que olvides tu venganza, aceptes la muerte de tu hijo y permitas vivir a los Nomura.
Más gemidos. Sollozos.
- Eso es… injusto…
- La muerte de tu hijo fue injusta, pero él murió debido a tus acciones para con la aldea. Pagó por tus pecados, de modo que la única responsable de su muerte fuiste tú. Hubiera podido suceder en cualquier momento, en cualquier lugar, pero fue en aquel instante. Siento tu pérdida de todo corazón, pero matar a otros no es la solución. Lo hecho, hecho está y no puede deshacerse: eso es algo que he terminado aprendiendo y entendiendo. ¿Podrás hacerlo tú? Si no es así, sacrifícate por él: da tu vida con honor, para reparar tu error. Aquél por el que tu hijo pagó con su vida.
El zorro miró a Leonardo a los ojos, tendido como estaba con la panza sobre el suelo. Ambos se sostuvieron la mirada durante largos segundos. La esfera apenas emitía una tenue luz blanquecina, mortecina, preludio de lo que podía estar a punto de pasar en cualquier momento.
Pero entonces la kitsune habló.
- Tienes mi palabra – cedió, agachando la cabeza, derrotada – No dañaré ni ahora ni nunca a la familia Nomura, pero no pienso concederles mi perdón. Una madre no puede olvidar semejante dolor, pero te concedo tu deseo. Ahora, devuélvemela.
Leonardo accedió y lanzó el Hoshi no tama a su dueña, que lo recuperó tomándolo en su boca. Al instante la luz resplandeció con energías renovadas y la kitsune se alzó en el aire de nuevo, vigorizada.
Se dio la vuelta, agitando las colas y lanzando de nuevo la esfera, cuyo brillo iba en aumento, para colocarla en la punta de su cola central. Se disponía a marcharse, pero antes de hacerlo se volvió a Leonardo.
- No olvidaré esta noche tortuga – le dijo mientras el brillo de la esfera se hacía más y más fuerte hasta el punto que Leonardo se vio obligado a interponer su mano para no quedarse ciego– Te di mi palabra y como tal debo cumplirla, pero también te digo que es muy posible que nos volvamos a ver… y te aseguro que no será en términos amistosos.
Dicho esto, se desvaneció con un último destello, desapareciendo de la vista y sumiendo la casa abandonada en las tinieblas.
Una vez la kitsune que había adoptado la forma de una mujer llamada Hayami había desaparecido Leonardo bajó la cabeza. Cerca de él Yoichi Nomura se incorporaba lentamente y Gioconda, quien había permanecido por orden de Leo al margen desde que fuera derribada por la criatura, se aproximó a él.
Observó a Yoichi con sus grandes ojos castaños y después a Leonardo, quien permanecía de pie al lado de ella.
- No es necesario que – empezó Leo, pero se interrumpió. Lo consideró mejor y continuó – Ponte en pie, Nomura Yoichi, hijo de Nomura Tetsuo – el interpelado obedeció – Acepto de buen grado tu agradecimiento, pero por ahora no se me ocurre en qué forma puedes ayudarnos.