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[Relatos oníricos] La ruptura de un vínculo - Capítulo 1

Menuda mezcolanza que has creado, señorita.



Natalie no podía creerlo. Sencillamente no podía. Mientras se apresuraba a vestirse Esteban ya le alargaba el bolso y la espoleaba en susurros como si pudieran escucharles desde el portal, once pisos más abajo. No se puso la gabardina sino que agarró el bolso dando un ligero tirón y a él no pareció importarle. En su lugar salió disparado hacia la puerta y ella también una vez terminó de encajarse un zapato.
Cuando llegó al umbral vio la luz naranja del indicador del ascensor brillando, lo que significaba que la puerta estaba abierta en algún piso; en el bajo seguramente. Tenía tiempo así que se volvió y encaró a Esteban que miraba con nerviosismo con los ojos clavados en el ascensor.

- ¿Cuándo piensas decírselo? – le dijo ella sin susurrar con un timbre algo más agudo de lo que pretendía.
- ¿Qué? – preguntó mirándola con el ceño fruncido.
Natalie le sostuvo la mirada consciente, por el sonido del ascensor, que éste ya estaba ascendiendo. Sin embargo se permitió la demora porque una parte de ella estaba deseando que les pillaran.
- Mira Nat, no es el mejor momento ¿vale? – contestó él finalmente haciendo un gesto significativo con la cabeza hacia las escaleras y mirando por último al ascensor de nuevo.
Natalie negó con la cabeza mirándole, sintiéndose como una completa idiota pero finalmente la razón se impuso a su carácter y se volvió hacia la puerta de las escaleras. La cerró despacio porque de lo contrario se escucharía el golpe del pestillo encajando y se quedó un momento pegada a ella, escuchando. Estaba fría. Pocos segundos después escuchó el murmullo que hacían las hojas de la puerta del ascensor al abrirse y un saludo afectuoso de Esteban a su esposa, que ese día llegaba de trabajar antes de lo esperado. Luego la puerta del domicilio se cerró… y se hizo el silencio en el descansillo.
Natalie inspiró hondo mientras se ponía la gabardina, se cambió el bolso de brazo y se puso a bajar por las escaleras lenta y pesadamente, con el corazón aun palpitándole en las sienes.

Estaba muy enfadada y francamente harta de la situación. ¿Cuánto tiempo llevaba así? Tenía veintisiete años y, a pesar de todos los tíos que había en la ciudad (eso como mínimo) se le había ocurrido enamorarse de su vecino del portal de al lado. Un hombre que, al principio, ella creía soltero. Y pensar que todo empezó de la manera más simple: coincidieron un día en la lavandería de la esquina.
Ella ya llevaba un buen rato y, mientras su ropa giraba y giraba en el tambor, leía un libro forrado con papel de revista. Entonces él entró en el local. Esteban tenía treinta y cinco años, era moreno, alto y atractivo, sencillo en el vestir y siempre aseado. Natalie había aprendido a fijarse en los detalles para sacar conclusiones y, aunque a veces se equivocaba, era una técnica que había demostrado ser bastante útil, por lo que disimulando lo máximo posible se fijó en la cesta que él llevaba. Pero nada de esa colada compuesta por camisas, trajes, ropa deportiva e interior masculina le había hecho sospechar que Esteban pudiera estar casado. No llevaba alianza y no olía a perfume de mujer si no a su suave colonia de hombre.
Así que cuando él le habló:
- ¡Eh, hola! Tú vives en el portal de al lado, el cinco. ¿Qué libro es ese?
Ella no pudo evitar sonreírle y entablar conversación. A partir de ahí una cosa llevó a la otra y en un abrir y cerrar de ojos habían quedado un día para comer y después estaban acostándose.
Cuando Natalie empezaba a sentirse bien consigo misma y a sonreírse cada vez que pensaba en él descubrió un día nublado de noviembre que Esteban estaba casado. Fue todo tan casual como el día de la lavandería. Ella casi nunca iba al supermercado del barrio puesto que prefería hacer la compra una vez había salido del trabajo para ahorrar tiempo. Pero justo ese sábado se había quedado sin patatas y las necesitaba para hacer la comida. 
Su sorpresa fue mayúscula cuando, mientras escogía las mejores patatas disponibles, se encontró con Esteban y una mujer rubia que iba agarrada a su cintura. Él estaba contando algo que debía ser gracioso por lo que ella se reía. Natalie en un principio se había quedado petrificada con la patata agarrada débilmente en una mano enguantada en plástico pero rápidamente pasó a la evasión y el sigilo. Se agachó, con los ojos abiertos como platos y el corazón a cien por hora, intentando buscar una explicación lógica a lo que estaba viendo y que no implicara que Esteban estaba con otra: quizá fuera su hermana o quizá una amiga… pero la forma en que ella se apretaba a él hacía que estas teorías se tambalearan. Tenía que asegurarse, lo mismo su paranoia le había hecho ver algo que no era.
Como luego pensaría de lo más avergonzada se arriesgó a seguirles supermercado arriba, supermercado abajo, haciendo que miraba productos que ni siquiera le interesaban lo más mínimo cuando realmente lo que hacía era espiarles como si fuera una vieja cotilla. Sus dudas pronto se despejaron cuando, mientras la supuesta parejita depositaba la compra sobre la cinta de la caja, vio cómo se daban un fugaz beso en los labios…
- ¿Puedo ayudarla señorita? 
Natalie dio tal respingo que el dependiente dio otro recomponiendo por un instante un rictus de susto pero enseguida la sonrisa cordial se impuso a cualquier otro gesto. Ella parpadeó confusa al ver ahí al empleado del supermercado y éste, sin duda pensando que estaba ante alguna rarita, alzó las cejas y bajó la vista hacia lo que ella sostenía en las manos: preservativos. Entonces fue consciente del ridículo que estaba haciendo.
Natalie se sonrojó hasta la raíz del cabello, masculló un “no gracias” y prácticamente le estampó al chico los preservativos en la cara mientras se apresuraba por el pasillo en dirección contraria, alejándose todo lo posible de las cajas.

A partir de entonces se encontró en medio de una diatriba: exigirle explicaciones a Esteban o hacer como que no había visto nada, que fuera él quien, a base de sutiles comentarios de pasada por su parte, confesara. ¿Quién era esa mujer? ¿Desde hace cuánto tiempo estaba con ella? ¿Se acostarían juntos o todavía no? Esas dudas la carcomían y en el trabajo no daba pie con bola cuando le daba por divagar. Al día siguiente le había llegado un mensaje de Esteban de lo más normal y ella le tecleó torpemente que no podía quedar ese día. Pero no podía esquivarle para siempre… así que finalmente le escribió diciéndole que quería verle pero sin poner ninguna de esas gilipolleces típicas estilo “tenemos que hablar” porque entonces él se olería la tostada e iría preparado. Quería pillarle con los pantalones bajados, hablando en plata.
Estuvo esperando tontamente durante la comida que él mencionara algo pero sólo se dedicaba a hablar de lo habitual. Luego subieron a su casa, se acostaron y él siguió sin decir nada. Cuando fue al servicio, como siempre solía hacer justo después, ella se dedicó a abrir los cajones buscando las fotografías porque NO había ninguna foto con ninguna mujer. 
- ¿Pero qué estás haciendo Nat?
Él la había pillado pero ella no se dejó avergonzar.
- ¿Estás con otra mujer?
Él se la quedó mirando sorprendido, soltó una risotada.
- ¿Por qué dices eso?
- No disimules. Te vi con una mujer el sábado en el supermercado. Una rubia y muy guapa.
Él entonces se puso serio, terminó asintiendo con la cabeza y se sentó en la cama, pasándose una mano por la cabeza ante la atenta mirada de Natalie que permanecía de pie tapada con la sábana.
- Verónica es mi esposa – aclaró finalmente – Lo más apropiado sería decir que la otra eres tú… pero ¡escúchame Nat! Verónica ya no significa nada para mí. Nuestro matrimonio… hace aguas, por todos lados, lo mires por donde lo mires.
- Pues se os veía muy bien en el supermercado, abrazaditos, riéndoos como colegiales mientras decidíais si llevaros los Cornflakes o los Honey Loops.
Él enarcó una ceja.
- ¿Nos estuviste siguiendo?
Natalie volvió a ruborizarse y se giró, haciendo un mohín por la vergüenza, el dolor y la rabia. Él se apresuró a acariciarla por los hombros y ella, aunque en un principio había pensado en no permitírselo, lo hizo.
- Te lo pregunto porque entonces es que sólo nos viste un rato…
Procedió a explicarle que llevaba cinco años casado pero que hacía tiempo que él y su mujer se estaban distanciando; que ella pasaba muchas horas en el trabajo y que a pesar de que había momentos en que se llevaban bien la mayoría de las veces todo eran discusiones y riñas. Su relación se había enfriado hasta tal punto que él había sacado el tema del divorcio pero entonces, explicó, su esposa se había puesto a la defensiva indicando que necesitaba un tiempo para pensar. Sin embargo él tenía muy claro que ya no la quería, que había veces en que había creído pero tras muchas discusiones y desplantes había abierto los ojos. Entonces él le aseguró que desde que estaba con ella, Natalie, estaba más que dispuesto a seguir adelante y que estaba volviendo a mencionar el divorcio a Verónica y estaban para llegar a un acuerdo… Natalie le creyó y se echó a sus brazos.


Miró el piso por el que iba, el octavo. Decidió bajar un par de pisos más por si acaso y allí tomaría el ascensor pensando en que, por aquel entonces, pensó que todo volvía a estar bien… pero y lo equivocada que estaba…
Pasó un mes desde lo del supermercado y Esteban no había parecido avanzar mucho con el tema del divorcio. Le dijo que estaba llevando un tiempo en ponerse de acuerdo con Verónica porque ella de pronto se había puesto a malas y estaba muy caprichosa con el reparto, pues quería adjudicarse cosas que no le correspondían. Decía que eso le crispaba los nervios pero que cuando veía a Natalie conseguía que todo el malestar se le pasara. Esteban estaba de lo más atento, regalándole rosas y bombones, mimándola con cariño. Y ella se dejaba mimar.
Febrero. Sábado. Natalie iba cargada con un par de bolsas bastante llenas del supermercado, sudando bajo su gabardina gris. Por suerte ya estaba llegando al portal, tan sólo le quedaban unos veinte metros. Entonces escuchó un crujido como de tela rasgándose y de pronto vio las naranjas rodando por el suelo, los dos bricks de leche cayendo a la acera junto con todo lo demás.
- ¡Mierda!
Depositó la otra bolsa en el suelo, suspirando de resignación mientras agitaba la bolsa rota. No había nada que hacer. Molesta se puso de rodillas a recoger las naranjas desertoras y el resto de la compra desgraciada y entonces vio una mano pálida que le alargaba un par.
- Tenga.
- Muchas gracias, se me ha roto la bolsa y…
Entonces Natalie se quedó de piedra porque la persona que le estaba ayudando con la compra era nada más y nada menos que Verónica, la esposa de Esteban. La mujer lucía una amplia sonrisa de amabilidad y era más guapa de lo que ella recordaba. Llevaba el pelo rubio bien peinado, ondulado hasta los hombros e iba vestida con un dos piezas de color neutro. Sus ojos azules parecían muy amistosos.
- Son cosas que pasan, yo por eso nunca voy a comprar sin mi carrito. ¿Le entra en esa bolsa? – le preguntó echando una ojeada y Natalie se encontró admirando lo bonito de su perfil.
- N-no, q-que va – balbució torpemente volviendo en sí – Oh, mierda. No tengo otra bolsa…
- No se preocupe – dijo Verónica despreocupadamente y hurgó en su gran bolso de Tous sacando un par de bolsas dobladas de manera triangular. Le guiñó un ojo – Siempre llevo bolsas por si, ya sabe, se me antoja algo por el camino. Veamos qué podemos hacer…
- Oh, no, no, de verdad, muchas gracias. Ya me apaño yo y…
- Tonterías. Creo que somos vecinas… sí, su cara me suena mucho del barrio… ¿vive en esta calle?
- Sí – se encontró respondiendo Natalie forzando una sonrisa – En el cinco…
Ambas se pusieron a repartir la compra desastrada en las bolsas de Verónica.
- Yo vivo en el siete, en el 11-F, escalera de la izquierda. Me llamo Verónica por cierto…
- Yo soy Natalie…
Su voz murió apenas pronunciado su nombre porque vio cómo relucía la alianza de matrimonio de oro en el dedo de Verónica.
- ¡Oh, qué nombre más bonito! – alabó la esposa de Esteban en un tono de lo más natural y sincero sin percatarse de la mirada de Natalie – Bueno pues esto ya está. Vámonos…
- Oh, no, por favor. Ya ha hecho suficiente por mi…
- No se preocupe, al fin y al cabo ambas vamos al mismo sitio ¿no? – dijo Verónica y soltó una risita. Los portales, pese a ser diferentes, pertenecían al mismo edifico y se comunicaban por el garage – Por cierto, si somos vecinas espero que no te importe que te tutee. Y tú puedes hacer lo mismo conmigo, Natalie… ¿O prefieres Nat? Tú puedes llamarme Vero si quieres…
“Ay Dios” pensó Natalie. Verónica, quien iba cargada con las bolsas de la compra desastrada, se puso a charlar animadamente sobre la ventaja de los carritos de la compra de cuatro ruedas frente a los de dos mientras Natalie, que apenas la escuchaba, deseaba con gran fervor que se le tragara la tierra porque no había forma de sentirse más avergonzada y culpable que en esos momentos. Verónica era increíblemente simpática, amable y parlanchina; una personalidad que se alejaba mucho de lo que Esteban le había explicado, pues él la retrataba más bien como amargada y antipática. ¿Acaso le había mentido en eso?
- No quiero pecar de cotilla – dijo Verónica una vez llegaron al portal y Natalie se puso a abrir la puerta – pero me he fijado en las bolsas de tela que usas para la fruta. ¿Dónde las has comprado?
- En Amazon.
- ¡Oh! ¿Te importa pasarme el enlace? Es que estoy intentado reducir al mínimo la cantidad de plástico y no encuentro unas bolsas de tela decentes. A ver si consigo convencer a Esteban… Esteban es mi marido…. de que son mucho mejor que usar las del supermercado.
Natalie decidió aprovecharse de la situación.
- Ah, ¿estás casada? 
- Oh, sí, desde hace cinco años. ¿Por qué?
- Oh, no sé – dijo Natalie, encogiéndose de hombros y sonriendo sin problemas – es que me parecías muy jovencita…
Verónica se rio y hasta su risa era encantadora, como de campanitas.
- Suele pasarme, siempre me echan menos años de los que tengo. No es que me queje, ojo… ¿Cuántos pensabas que tenía?
Natalie llamó al ascensor. 
- Pues no sé ¿veinticinco?
- ¡Uy! Ojalá. No, cariño, tengo treinta. ¿Tú no estás casada?
- No, de momento sigo soltera.
- Bueno, eso es que aún no has encontrado al hombre adecuado. Cuando lo hagas lo sabrás, créeme…
El ascensor llegó y Verónica sujetó la puerta mientras Natalie metía las bolsas.
- ¿Tú estás satisfecha con tu matrimonio? – se encontró preguntando Natalie sin pudor por no tener que verle la cara ocupada como estaba con las bolsas.
- ¡Sí! Es verdad que no veo mucho a Esteban pero como él tiene un trabajo a jornada parcial hasta que le hagan fijo… así que yo estoy echando todas las horas extra que puedo, necesitamos el dinero, sobre todo si queremos tener un hijo.
Natalie, quien ya estaba metiendo la penúltima bolsa, por poco no la dejó caer. Y menos mal porque ahí iban los huevos.
- ¿Un hijo? – preguntó intentando que su voz no temblara.
Verónica se agachó a coger la última bolsa y entró en el ascensor. Natalie pulsó el botón con los dedos entumecidos.
- ¡Sí! Estamos intentando por todos los medios tener uno… dejé de tomar la píldora hace un par de meses pero de momento no hay suerte. Este mes tuve un retraso pero luego resultó ser una falsa alarma. Pobre Esteban, se quedó más decepcionado incluso que yo y… oye ¿te encuentras bien? Te veo muy pálida…
- Se-será la luz del ascensor – musitó Natalie.
Minutos después, ya en la soledad de su apartamento, permaneció sentada con la espalda contra la puerta blindada, hecha un ovillo, con la compra abandonada en sus bolsas sobre la encimera de la cocina. El reloj hacía tic-tac, el tiempo seguía su curso, pero ella no tenía ganas de moverse.

“Me ha mentido. En todo…” pensaba mientras esperaba el ascensor. A pesar de aquel encuentro con Verónica se había vuelto a ver varias veces más con Esteban; él le había asegurado que lo del niño era un intento de su esposa por mantener el matrimonio. Se había echado para atrás con el tema del divorcio y fantaseaba con quedarse embarazada, así de pronto, y lo iba anunciando a los cuatro vientos. Pero Esteban le juraba y perjuraba que el matrimonio se iba a acabar porque hacía decidido decirle a Verónica que había alguien más en su vida. Sin embargo estaban ya casi en marzo y, por lo que acababa de comprobar Natalie por cómo le había echado de su casa, aún no se lo había dicho ni tenía pinta que lo fuera a hacer pronto.
Natalie se sentía muy mal con toda la situación y casi le resultaba insostenible. No dejaba de darle vueltas porque temía que Esteban le estuviera mintiendo y que realmente no tuviera intenciones de divorciarse de su mujer. Verónica parecía tan ilusionada… a ella no le parecía que fueran delirios de una mujer obsesionada por evitar el fin de su matrimonio. ¿Qué estarían haciendo? ¿Quizá Verónica estuviera preparando una cena romántica para luego ir a la cama e intentar consumar su amor engendrando un hijo?
Justo cuando se lo imaginaba con un nudo en el estómago las puertas del ascensor se abrieron y, para su sorpresa, se encontró con una mujer de color algo rolliza, vestida de negro y azul, embutida en un impoluto traje que recordaba al de los botones de un hotel. Tenía una de sus manos apoyada con gran desparpajo en su gruesa cintura y la otra agarraba en una palanca, como la de los ascensores antiguos, si bien éste de antiguo no tenía nada. Era enorme, muy espacioso, más del doble que el de un hospital, de un blanco de lo más higiénico. Natalie miró dubitativa porque no recordaba que el ascensor de Esteban fuera así pero como la mujer se le quedó mirando.
- Bueno cielo, no tenemos todo el día – le dijo, con un acento sureño - ¿Subes o no?
Natalie le dedicó una sonrisa veloz y se apresuró a subir. La mujer pulsó un botón y las puertas se cerraron. Súbitamente Natalie sintió mucho calor y se puso a abanicarse.
- ¿Adónde? – preguntó la mujer de color.
- ¿Cómo?
- ¿Arriba o abajo?
Natalie la miró sin comprender. Entonces la mujer le dedicó una sonrisa que dejaba ver unos dientes grandes, de lo más blancos y perfectos.
- Pues… creo que es obvio – respondió Natalie un tanto confusa.
- No, querida, no lo es. Verá: si vas hacia abajo… en fin, ya sabes que es lo que te espera ¿Verdad? Pero si, por una vez, decides ir hacia arriba quizás encuentres algo nuevo.
- ¿Cómo dice?
Natalie se percató de que las luces del ascensor, por algún extraño motivo, eran de un violeta muy pálido lo que hacía destacar aún más la sonrisa perlada de la ascensorista.
- Nena, a veces hay que volar alto por encima de los problemas, porque si no éstos la hunden a una… ya sabes – continuó la ascensorista – Tú eres joven y tiene más carácter y fortaleza de lo que crees. Es hora de una se suelte la melena y tome las riendas para variar ¿eh?
- Pero oiga ¿qué…?
- Hazme caso – la cortó la mujer, con un tono más firme y adoptando la típica expresión seria de las madres sermoneadoras -  Al menos por una vez, elije arriba y no abajo. ¿Quieres? Créeme, será de ayuda.
Natalie la miró de hito en hito pero había algo de las galimatías que decía esta señora que podía tener sentido… si bien la situación en la que se encontraba no tenía ni pies ni cabeza. Pero ¿qué opción tenía? Finalmente se encogió de hombros, decidiendo que si era lo que tenía que ser, pues adelante.
- Está bien, qué demonios – asintió Natalie y aferró el bolso que llevaba al hombro con fuerza – Lléveme arriba.
La ascensorista le sonrió de lo más complacida. 
- No te arrepentirás, querida.
Y tiró de la palanca…



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