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[Relatos oníricos] La Niebla Roja - Capítulo 2


Según los planos que encontraron en el ala administrativa la salida de emergencia les proporcionaría un atajo para llegar a la salida. Sin embargo era muy probable que se activara la  alarma una vez traspasaran la puerta. 

Amelia, aún algo conmocionaba por lo que acababa de pasar, había vuelto a sentarse. Levantó la cabeza para mirar a sus compañeros: a pesar de que era imposible en su mente retumbaban las voces de Bridges y Ross, que discutían la mejor forma de abordar la situación.  Amelia bajó la cabeza y se llevó las manos a las sienes y se las masajeó, cerrando los ojos, mientras un pitido crecía en el interior de sus oídos ahogando las voces… o potenciándolas. ¿Qué le estaba pasando? ¿Acaso se estaba volviendo loca? No, porque ella había pensado en Lewis y todos lo habían visto, igual que ella lo había visto de ojos del monstruo que lo había matado. ¿Acaso tenían un vínculo mental entre ellos y aquellos monstruos? ¿Ahora tenían un don? Pero ¿cómo funcionaba? Siempre que intentaba responder sus preguntas veía de nuevo aquella sala, la Cámara, de paredes negras y brillo verdoso. En el centro un pedestal y, sobre él, el Tótem…  No, fuera, fuera de la mente. No importaba si el Tótem o la Cámara eran los responsables pero poco importaba. Eso no les ayudaría a salir. Un momento ¿Qué ocurría? ¿Y por qué entraba tanta claridad por las ventanas si estaban bajo tierra todavía? Miró a Ross, Henson y Bridges pero seguían enfrascados en concretar su plan. Amelia decidió no molestarles y se asomó por la ventana más pegada a la pared y se dejó llevar por la visión relajante de la ciudad bajo la lluvia…

- Tan cerca y a la vez tan lejos – susurró.

Entonces le vio. Apoyó la mano en el cristal con los ojos abiertos como platos mirando sorprendida al hombre de cabello negro que se veía por la ventana.

- Stephen – murmuró.

No se dio cuenta que sus tres compañeros restantes se habían acercado a echar un vistazo. 

- Es imposible – dijo Ross – Él no está aquí, Amelia. Es… es imposible…

Pero ahí estaba y los ojos de Ross al contemplarle casi se salían de las órbitas. Stephen, pues él era, tenía unos treinta y seis años, era delgado, de cabello negro como ala de cuervo enmarcando un rostro pálido de nariz algo prominente, un aspecto de su fisonomía que le había costado bromas de lo más crueles en su época de estudiante.  Se cubría la garganta con una bufanda gris y el abrigo negro de fieltro que le abrigaba estaba bastante mojado. Su expresión parecía en extremo fatigada, con ojeras oscuras alrededor  de sus ojos oscuros, que miraban un punto fijo, con el ceño fruncido. Parecía estar aguardando algo. Amelia, que le conocía como nadie, detectó que a pesar de que Stephen parecía tranquilo, algo le inquietaba profundamente: lo sabía por lo rígido de su postura, por los hombros ligeramente adelantados… y por esa mirada. Entonces echó a andar, cruzando la calle, hizo un cambio de dirección brusco y se dirigió adonde ellos estaban, justo debajo de la ventana.

- ¡Stephen! – llamó, golpeando el cristal pero el hombre no la oyó.

Desesperada intentó abrir la ventana subiéndose a una de las sillas. Consiguió abrir la parte superior, que era abatible, y se coló un aire fresco con olor a lluvia. Sacó la mano, lo único que deseaba era tocarle, reconfortarle… reunirse con él. Pero él no parecía verla a pesar de que sus ojos se encontraron... se pasó una mano por la frente, quitándose los cabellos mojados de los ojos, y miró de nuevo las ventanas con el ceño fruncido. ¿En serio no podía verles? Hasta Ross golpeaba el cristal, llamándole por su nombre, si bien con poca convicción. Entonces Stephen se volvió y desapareció de su vista, torciendo  la esquina como si fuera a entrar en el mismo edificio donde estaban ellos… cosa que no sucedió… porque allí no había ninguna puerta que diera al exterior.

Brigdes y Ross discutían.

- ¿Qué coño está pasando?

- Esto no es real…

- ¡Huele la lluvia!

- ¡Es imposible que allí haya algo!

- ¡Pero lo has visto igual que yo Bridges, lo hemos visto los tres!

- No… no puede ser…

Amelia volvió a sentir ese pitido, ese ligero dolor de cabeza. Cerró los ojos y se masajeó las sienes, de nuevo la Cámara y el Tótem aparecieron en su campo de visión y, en el fondo, una neblina rojiza. Los gritos de sus compañeros la enfadaron.

- ¡BASTA! – les dijo. Ellos enmudecieron y cuando volvieron a mirar por la ventana… allí no había nada, tan sólo la oscuridad del pozo al que daba.

- Esos artefactos – musitó ella, en voz baja – Nos han afectado la mente.

Hubo un silencio largo.

- ¿Cómo ponía? – musitó Henson débilmente.

- ¿Cómo dices chico? – preguntó Bridges.

- En aquél galimatías de informe…  algo del ojo interior, de la cognición anómala o no sé qué coño…

- Sí, sí – dijo Ross – Algo así como que la Cámara abre el ojo interior mientras que el Tótem permite nivelar las diferentes frecuencias mentales en una única… incluso la de esos monstruos.

- ¿Qué? – preguntó Amelia, que no entendía nada.

- ¿No ves los documentales? – preguntó Ross pero a pesar de que la pregunta parecía hecha de manera burlona él no sonreía – Visión remota… percepción extrasensorial… clarividencia… telepatía.

- Me cago en la puta – maldijo Bridges – Estarás de coña, Ross.

Él negó con la cabeza. 

- ¿Qué hemos visto? – preguntó Amelia mirando fijamente a Ross.

- Hemos visto a tu prometido, Amelia pero… no era real… es decir, no al menos como lo hemos visto. Él está en otro lugar o quizá incluso en… en otro momento – se pasó una mano por el cabello, hacia atrás – Mirad, no sé cómo explicarlo. En el informe mencionaban que algunos de los que se sometieron a ambos artefactos podían ver el pasado, presente e incluso el futuro… pero de una manera inconexa e incompleta, como cuando abres un libro al azar y vas leyendo párrafos sueltos: no tienen sentido hasta que no te lees toda la historia.

- Pero ¿por qué le hemos visto a él? – insistió ella.

- No lo sé, quizá porque es importante para ti… quizá tu mente se abrió para poder verle porque le echas de menos.

- Yo también he visto cosas – terció Henson – Y no sólo eso… si no que a veces os escucho lo que los demás pensáis. Antes Ross has pensado lo bien que te vendría un café bien cargado…

- Joder, pues sí…

- Y usted, teniente, pensaba en su perrita caniche Fifi, a la que dejó con su vecina que también es buena amiga de usted…

El teniente carraspeó, incómodo pero asintió.

- Es cierto.

- Yo he visto a mi madre – continuó el joven, con la cabeza gacha – Con la piel gris, pústulas y con moscas a su alrededor, el vestido que llevaba en el funeral manchado de tierra … y bichos de diversos tipos correteándole por la piel y entre el cabello… Me decía que por mucho que lo intentara estaba destinado a fracasar igual que fracasé cuando quise cuidar de ella, luego se reía y me decía que la muerte era de color rojo y… y… Dios, y olía muy mal. A… a descomposición – su voz se quebró.

- No te castigues Henson – aconsejó Ross, poniéndole una mano en el hombro. Amelia se mordió los labios porque le dolió la expresión de abatimiento del joven soldado: su madre había muerto años atrás, sola en su casa, porque Henson había estado tan ocupado que no había podido pasarse a ver si necesitaba algo. Su madre se había subido a un taburete para alcanzar alguna especia o el tarro de los macarrones y, al ser mayor y obesa, se había caído partiéndose el cuello. Henson llevaba esa cruz sobre su conciencia.

- No tuviste la culpa ¿de acuerdo? – le decía Ross.

Varios minutos después cuando Henson se hubo calmado Bridges sacudió la cabeza.

- Estoy empezando a aborrecer ese maldito color – dijo.

- Ya somos dos – afirmó Henson sorbiendo por la nariz.

- ¿Qué puede significar?

- Ellos lo ven todo rojo – musitó Amelia y la miraron – Esos seres sólo ven el rojo y el negro... sólo ven la destrucción… lo he visto. Lewis…

- Lewis vio la Niebla Roja – concluyó Ross – Yo también la he visto pero no creo que sea una niebla como tal, si no más bien… una conciencia colectiva. ¿Entendéis por dónde quiero ir?

Asintieron… Amelia recordó aquella visión simultánea de sí misma, de Lewis siendo devorado y de otros lugares de las instalaciones.

- Lewis la vio – dijo Henson – Lo sé. Y Wikilson… y Lewis… por eso están muertos.  Yo también la he visto, pero hay una forma de evitarla.

- ¿Cuál?

- Hacer como que no la ves…

Amelia volvió a sentir un escalofrío y se hizo un incómodo silencio. Entonces Bridges carraspeó.

- Muchachos, no vamos a conseguir nada discutiendo de estos temas tan oscuros – dijo poniéndose firme – Lo mejor es que lo dejemos estar y que nos lo expliquen arriba. Os garantizo que rodarán cabezas pero de momento tenemos que centrarnos y buscar una salida.

- Pero esta visión… la hemos visto todos juntos…

- ¿Acaso no me has escuchado Henson? 

- Señor… sí, señor.

- Así me gusta. Ahora mueve el culo y ayúdame. Las alarmas sonarán y les atraerán como la miel a las moscas pero para entonces habremos montado una barricada con todos estos muebles y archivos para frenarlos.  Abriremos esa jodida puerta y saldremos de aquí de una puta vez…


Lo consiguieron. De algún modo… lo consiguieron. Cuando Amelia tuviera que explicar lo que sucedió entre que abrieron la puerta y se encontraron en el exterior, respirando el aire puro de las montañas, no sabría qué decir porque no recordaba nada en absoluto, tan sólo sensaciones: la alarma ensordecedora, el pulsante color rojo, una mano en su hombro y una voz firme (seguramente Bridges) que les apremiaba. Pero ya está, ya había pasado… estaban fuera y aquellos seres no podrían acceder al exterior porque se habían encargado de sellar el conducto por el que habían salido. Además por su tamaño dudaba que pudieran acceder al pequeño recinto al que conducían esas puertas y subir por la estrecha escalera pero eso no quería decir que tarde o temprano fueran capaces de encontrar otra salida... si no lo habían hecho ya. Debían darse prisa.

Podían ver las montañas y los bosques de coníferas, incluso la entrada a la mina y el jeep en el que habían venido. Tan sólo debían descender unos metros por la pared rocosa y podrían regresar… 

Una vez abajo Henson extrajo una radio especial de la parte trasera del jeep y así pudo dar aviso de su situación para que vinieran a recogerlos. Amelia recordaría más adelante todo esto como pequeños fragmentos casi inconexos, como si se hubiera estado desmayando entre recuerdo y recuerdo.


Varios minutos después el camión militar les devolvía a la improvisada base donde habían recibido sus breves instrucciones antes de bajar al interior de la montaña. Los militares que les recogieron no les hicieron muchas preguntas porque el ver su expresión cansada y abatida les provocó un silencio respetuoso. Sería mejor dejarles un respiro hasta que vieran a los oficiales.

Habían pasado una semana en tinieblas, según les dijeron, y ellos casi no podían creerlo. Amelia contemplaba, apoyada su espalda contra la pared del camión, el paisaje verde y montañoso que había a su alrededor. Una semilla en la más absoluta pesadilla… ya no se molestaron en taparles los ojos por lo que pudieron disfrutar (si es que era posible dados sus ánimos) del paisaje.

El pueblo de Capri (sí, así se llamaba igual que aquella isla del mar Tirreno aunque no tenía nada que ver) era precioso y aunque contemplarlo pudiera parecer un bálsamo para sus almas cansadas el equipo no halló ningún consuelo en sus casas de piedra blanca y tejados rojos, ni en su paisaje bucólico, ni en la lluvia que repiqueteaba en las ventanas. Estaban demasiado exhaustos, demasiado abatidos. El runrún del motor del camión ayudó a Amelia a relajarse, a sentir aún más sueño… un coche blanco entró en su campo de visión. Sobre él repiqueteaban las gotas de lluvia. Estaba detenido en lo que parecía un atasco matutino. Al volante iba Stephen y en el asiento trasero, detrás de él, iba sentada Amelia. Y a su lado una niña que no tendría más de diez años y que, aunque nunca había visto, le resultaba vagamente familiar. Parecía que iban de camino al colegio ya que Amelia, que estaba sentada a su lado, veía la mochila descansando sobre el asiento. Una lágrima rodó por su mejilla.

Se escuchaba el murmullo de la radio pero no conseguía entender qué decía, algo de una familia, pero el tono del locutor denotaba cierto nerviosismo. Justo cuando Amelia intentó concentrarse para aclarar la voz del locutor Stephen apagó la radio con cierta brusquedad. La niña, que había estado entreteniéndose jugando con una muñeca, miró al adulto que estaba en su diagonal.

- ¿Por qué has apagado la radio papá? – preguntó.

- Porque no me gustaba lo que oía, cariño – contestó Stephen con suavidad pero su rostro parecía tenso. El coche avanzó despacio unos metros pero el semáforo se puso en rojo. Pasaron unos minutos que Amelia dedicó a observar el rostro de su prometido, queriendo decirle muchas cosas pero sin ser capaz. No sabía el motivo pero ella se sentía terriblemente mal, muy mal. Miró a la niña de nuevo y sintió un escalofrío pues ella le miraba con tanta intensidad que parecía que la estuviera viendo realmente… ya que Amelia tenía la sensación de ser invisible, no parecía serlo para la niña. Sin embargo la niña volvió a desviar la vista, mirando hacia Stephen con curiosidad, pues él estaba tomando el teléfono del vehículo.

- ¿Qué haces?

- Llamar a tu madre.

- ¿Por?

Él tardó unos segundos en contestar. Luego murmuró casi más para sí que para ella:

- Porque necesito escuchar su voz…

La visión se desvaneció.

Amelia notó la mano de Ross en el hombro y esto hizo que no pudiera contener más las lágrimas, aliviando la tensión que estaba acumulando. Su amigo intentó reconfortarla. Volvía a estar en el camión.

- Tranquila Amelia. Ya hemos salido, recuerda, y todo va a ir bien. Ésta es la prueba – añadió en un tono de voz que intentaba sonar animado – Estoy seguro que lo que hemos visto ha sido el futuro. Todos lo hemos percibido – Amelia miró a Bridges y Henson que la observaban con semblante serio -  Te recuperarás. Stephen y tú os casaréis y tendréis una niña preciosa. Ya lo has visto.

Ella intentó sonreír pero no pudo. Es verdad que eso es lo que ella más deseaba…

- ¿Quieres casarte conmigo? 

Se había llevado las manos a la boca y le había mirado con gran sorpresa. Él había esbozado una gran sonrisa cuando se lo había pedido, el a veces taciturno Stephen. Amelia le  había mirado incrédula y luego había bajado la vista al anillo que sostenía entre ambos. Luego había cerrado los ojos, avergonzada, y había asentido rápidamente con la cabeza.

- Sí, sí… ¡SÍ!

Le había echado los brazos al cuello y él la había abrazado, a pesar de que ella pudiera estropearle la ropa por llevar el delantal manchado de aceite de la cena que había empezado a preparar. Él acababa de regresar tras un largo día impartiendo clase en la universidad pero la había abrazado con gran entusiasmo, sin preocuparse por su ropa un poco ajada. Se habían besado y luego habían hecho el amor… o lo estaban haciendo. Amelia parpadeó porque a pesar de que sabía que era un recuerdo, que no estaba verdaderamente allí, podía sentir el cuerpo cálido de Stephen apretado al de ella. Notó su mano detrás de su abdomen y su cuello, los dedos enterrados en sus cabellos. Ella le aguantó la mirada y se apretó más contra él, buscando sus labios…

- ¿De verdad tienes que ir? – le había preguntado unas ¿horas, días, semanas? Después.

Estaba tapado hasta la cintura por la sábana y la colcha, tumbado de lado con una mano apoyada en la cabeza escrutándola con sus ojos oscuros. Parecía preocupado.

- Sabes que sí – le respondía ella mientras terminaba de vestirse a toda velocidad. 

- ¿Cuánto tiempo estarás fuera?

- Aún no lo sé, pero te llamaré más tarde. ¿De acuerdo?

Ella ya había terminado. Tomando su petate se había dado la vuelta y se inclinó para darle un beso rápido, pero él la había retenido unos segundos y luego la miró con el ceño fruncido.

- Ten cuidado.

- Siempre lo tengo.

Y Así fue como empezó todo… esa misión que ahora les había condenado…

Amelia siguió llorando, desconsoladamente, sintiéndose estúpida, y miró a sus compañeros algo avergonzada. Bridges tenía la mirada perdida en la ventana del vehículo, Henson parecía enfrascado en sacarse la mugre de debajo de las uñas mientras que Ross mantenía su brazo sobre los hombros de ella, mirando hacia la parte delantera del vehículo. Parecía distraído a la vez que presente, acariciándole con cariño con el pulgar de la mano que cerraba sobre el hombro de ella.

- ¿Y por qué a pesar de todo, siento como si todo fuera a salir terriblemente mal? – preguntó Amelia - ¿Acaso vosotros no lo sentís?

Nadie respondió a su pregunta. Ross le apretó el hombro con más fuerza y frunció sus finos labios. Y eso fue suficiente respuesta para ella.



No tuvo que esperar mucho para ver confirmadas sus sospechas. Ahora, varias horas después, mientras recorría las calles de Capri, forzándose en caminar tranquilamente como una transeúnte más, estaba total y tristemente segura.

Su equipo se había disuelto y no tenía ni idea de si estaban bien o no. Sus botas resonaron cuando atravesó un arco que desembocaba en una calle secundaria. Volvió la cabeza y oteó su retaguardia a través de las grandes gafas de sol. El pañuelo que se había anudado la cabeza imitando la moda de Capri le resultaba incómodo pero decidió mantenerlo algo más porque le ayudaría a pasar desapercibida. Había conseguido despistar a los dos soldados que la seguían y, aunque no se sentía satisfecha consigo misma por haber entrado en aquel comercio no había tenido más opción que robar la ropa que ahora llevaba: aparte del pañuelo amarillo, una gabardina color beige, botas verdes para la lluvia y aquellas gafas de sol. 

Volvió a sentir aquel dolor persistente, similar a un ardor, que llevaba padeciendo a intervalos cada vez más regulares, más o menos poco antes de evadirse. Pegó la espalda a la pared, se masajeó ligeramente el estómago y una vez que el dolor remitió decidió seguir avanzando. Parecía que había despistado a sus perseguidores pero mejor asegurarse. Apenas había retrocedido de espaldas unos pasos bajo aquel arco cuando notó algo duro que se clavaba en su espalda.

- No se mueva, señorita Darrow – dijo una voz femenina que identificó enseguida – No quiero lastimarla pero es necesario que vuelva a la base. Aún no ha pasado la cuarentena como bien sabe…

- ¿Ya no me tuteas, Greta? – preguntó Amelia con frialdad sin volverse - ¿Tan grande es la brecha que se ha abierto entre nosotras?

- No es que antes fuera estrecha precisamente – terció ella y Amelia no pudo evitar sonreír por lo mucho que la irritaba.

- Nos mintieron, lo sabes. Y sabes perfectamente que si volvemos nos matarán.

- Y tú sabes perfectamente lo que significa desobedecer una orden.

Claro que lo sabía. ¿La presión del cañón del arma era ahora menor? Volvió ligeramente la cabeza porque deseaba ver la expresión de la mujer. Efectivamente ambas se conocían desde hacía años y, aunque no eran en absoluto amigas, se respetaban mutuamente.

Greta, a diferencia de los otros compañeros que la iban buscando, iba vestida de paisano. Su pelo rubio le enmarcaba el rostro de alabastro hasta el mentón pero sus ondas estaban algo encrespadas por la humedad del ambiente. Su rostro, que Amelia consideraba bonito pero frío y con cierto rictus de crueldad, se mostraba tenso. Sin embargo sus ojos azules de diosa de hielo brillaban más fríamente de lo habitual y sus labios gruesos de color fresa estaban fruncidos. Amelia supo tanto por esos detalles como por el aura de culpabilidad que manaba de ella, tan potente que apestaba, que le había calado.

- Ignoro de dónde sacas esa información – repuso la mujer, hablando con cuidado -  Habéis estado expuestos a unos entes extraterrestres, debéis pasar una cuarentena de seguridad para…

- Sí claro, por eso envían a tu grupo para traernos en vez de a sus propios hombres – repuso Amelia – Piensan que estamos contaminados, que estamos sucios, eso que en los informes llamaban la Niebla Roja… lo mismo que afectó a algunos de mis compañeros: Wilkinson, Lewis… pero no lo estamos. Sí así hubiera sido, ahora mismo estaríamos muertos… no es una enfermedad de todos modos. Ellos caminaron hacia lo oscuridad porque se dejaron atrapar por la mente de esos monstruos que llamáis Primes… y ahora sus restos se pudren allí abajo. En los documentos no está claro pero porque no tuvieron tiempo de investigarlo más. ¿Tenéis intención de bajar a buscarlos para entregárselos a sus familias? Oh, perdona. He olvidado que esa no es tu especialidad.

Greta guardó silencio. Ambas sabían que Amelia llevaba razón puesto que mientras sus misiones eran de rescate las de Greta Smith solían ser más bien de lo contrario.

- No sabes lo que dices – repuso de nuevo Greta y amartilló la pistola – Será mejor que hagas lo que te digo… obedece y no te haremos ningún daño. Te doy mi palabra.

- ¡Y una mierda! – dijo, dándole la vuelta tan rápidamente que Greta apenas pudo reaccionar.

Tomó la muñeca de la mano que sostenía el revólver, que se disparó sin alertar a nadie porque llevaba un silenciador. Dos tiros impactaron en el suelo de adoquines mientras ambas mujeres forcejeaban. 

Amelia consiguió golpear el brazo de su atacante contra la pared y aunque Greta intentó evitarlo su contrincante se las apañó para interceptar su ataque, golpearla en el codo  haciéndole soltar un gemido de dolor y que dejara caer la pistola. Amelia la pateó hacia la calle y un coche la pasó por encima.

Greta la golpeó en el costado, liberándose y ambas mujeres se enzarzaron en una pelea a puñetazos, patadas y llaves. 

- ¿Sabes que aparte de los extraterrestres nos topamos con ciertos artefactos? – preguntó Amelia mientras bloqueaba un certero golpe con el canto de la mano de Greta y proyectaba a su vez un golpe contra ella - ¿Sabes que esas cosas contrajeron, retorcieron y alargaron nuestras mentes? Las fusionaron… es el origen de la Niebla Roja también. Y vosotros sabíais que esas cosas existían, lo sabíais y nos mandasteis ahí abajo…

- Yo… no sabíamos que había seres vivos – respondió Greta, dejando que pierna de Amelia descendiera y buscando un hueco en su defensa – Ni que los artefactos fueran algo más que unas meras piedras con algún propósito ritual o religioso de una raza alienígena desaparecida…

- No me hagas reír… os llegaron los informes, lo he visto en el sistema del laboratorio… sabíais suficiente. Nos mandasteis como conejillos de indias porque no quedaba nadie vivo allí abajo salvo los perros… queríais saber qué pasaba sin correr riesgos. ¿Para qué vendarnos de nuevo los ojos al volver si nuestro destino estaba decidido? ¿Eso es lo que queríais?

Sus palabras afectaron a Greta… o quizá es que Amelia pudo ver con unos segundos de antelación su próximo golpe. El caso es que consiguió agarrar a Greta por el brazo, se dobló para arrastrar con su peso el de la otra mujer, hizo que ambas rodaran por el suelo y entonces Amelia consiguió inmovilizarla, aplicando la famosa llave de estrangulación. No mataría a Greta pero sí la dejaría sin aire provocándole un desmayo.

- Lo… lo siento mucho Amelia…

Su disculpa casi la hizo aflojar su agarre pero Amelia no se dejó conmover. Su corazón recordaba a sus compañeros caídos y al resto de su equipo que seguía vivo pero no sabía si por mucho tiempo… además estaba Stephen. Era lo único que ella deseaba en esos momentos: volver a verle.

- Que te jodan – contestó y apretó su presión.

El cuerpo de Greta se tensó más que nunca para luego quedarse laxo unos segundos después; no estaba muerta, tan sólo desmayada. Amelia podría haberla matado pero se consideraba por encima de su nivel.  No perdió el tiempo. La soltó y luego se agachó, pasando los brazos por debajo de las axilas de Greta y la arrastró unos metros, metiéndola en un portal que había en el paso del arco. Luego prosiguió su camino tras comprobar que no habían llamado la atención de nadie.


Necesitaba un coche y lo necesitaba ya. No podía robarlo porque las calles estaban atestadas de gente con eso de que había salido el sol entre las nubles blancas del cielo. Amelia consiguió llegar hasta el extrarradio del pueblo y levantó la mano con ánimo de detener algún coche. En Capri, que era muy turístico, había muchos taxis sin licencia y estaban además muy acostumbrados al auto-stop.

Mientras esperaba recordó cómo se habían fugado de las instalaciones tras un largo interrogatorio. Henson le había ido a buscar al cuarto donde la habían encerrado mientras esperaba la siguiente reunión. Tuvieron que pasar por la zona de las duchas para poder salir por la parte trasera y tuvieron que dejar inconsciente a un soldado que les había salido al paso con una toalla atada alrededor de la cintura como única indumentaria.

Una vez en la parte trasera entraron en la garita desierta y Henson consiguió las llaves para la salida. Durante el trayecto le había estado hablando sólo con la mente, contándole que tanto Ross como Brigdes habían ido por otro lado. Todos sabían lo que les aguardaría si se quedaban allí más tiempo, pues sabían demasiado… 

Una nueva punzada de dolor le atravesó el estómago y se llevó una mano al mismo, parpadeando y doblándose por la cintura. Boqueó un par de veces y fue cuando el coche paró a su lado. 

- Hola guapa ¿te llevamos?

Ella observó por encima de las gafas que estaba ante tres jóvenes que apenas sobrepasarían los veinte. Todos rubios, broceados y vestidos a la moda surfera. Tres pares de ojos la miraban con curiosidad, algunos detrás de gafas de sol.

- Sí…

Entró encorvada en el coche, sentándose en el asiento trasero detrás del conductor y se sintió mejor. Una vez sentada parecía que el dolor, cada vez más persistente, se mitigaba un tanto. Se dio cuenta de que estaba sudando.

- Yo soy Charlie – dijo el chico que iba a su lado y luego señaló al asiento del copiloto y del conductor – Y estos son Cameron y Justin.

- Ey – dijo el Cameron, el conductor, guiñándola un ojo por el espejo retrovisor mientras que Justin el copiloto, que iba mascando chicle con un brazo por fuera de la ventana bajada, alzaba su otra mano a modo de saludo.

- Hola – dijo ella en voz baja, quitándose por fin las gafas y el pañuelo, ahuecándose su cabello corto que estaba empapado en sudor - ¿Adónde vais?

- A Small Creek – respondió Cameron - ¿Vas hacia allí?

Amelia asintió. Había unos doscientos kilómetros hasta Small Creek, un pueblo el doble de grande que Capri. Le venía bastante bien porque podría apañárselas para viajar hasta su ciudad y… volvió a sentir otro de aquellos dolores punzantes, esta vez más fuerte que nunca, que le irradió hasta el pecho. Intentó disimular su malestar porque no quería alamar a los chicos pero ninguno pareció darse cuenta. Justin se hurgó en el bolsillo de su chaleco, sacó un encendedor y se encendió de manera harto despreocupada un porro. A  Amelia le llegó enseguida el olor de la marihuana; Justin se lo pasó a Charlie, que dio una calada y luego se lo ofreció a Amelia. Ella negó con la cabeza.

- Te vendrá bien – insistió Charlie, sosteniendo el porro delante de ella – Se te ve muy pálida y nunca viene mal un poco de relax…

- No, gracias…

- ¿Estás segura? Esta mierda es de la buena, de verdad…

- Ey Charlie – intervino Cameron – Si te dice que no quiere, es que no quiere. Déjala tranquila.

Charlie se encogió de hombros y le pegó otra calada. Amelia le ignoró. Lo único en lo que podía pensar era en Stephen, en la necesidad casi visceral de que necesitaba verle, advertirle, para que cogiera todas sus cosas y se alejara lo más posible de Capri: no importaba hacia dónde fuera, siempre y cuando fuera lo más opuesto posible a ese pueblo. 

Los chicos, ajenos a sus tribulaciones, charlaban animados sobre los planes que tenían por delante mientras el cuentakilómetros avanzaba y el sol comenzaba a irradiar más fuerte. Amelia, con la cabeza apoyada contra el respaldo miraba el paisaje por la ventana. A pesar de que seguía doliéndole el estómago la combinación del olor a porro, el runrún del motor y el calor que reinaba en el ambiente hicieron que comenzara a sentir somnolencia y sus ojos se fueron cerrando poco a poco. Intentó resistirse, forzándose a abrirlos porque no podía permitirse el quedarse dormida. Pero estaba tan cansada… y además el dormir le ayudaría a escapar del dolor cada vez más intenso y de las preocupaciones… aún no estaba a salvo pero estaba tan, tan cansada… lentamente sus ojos se cerraron y perdió la noción del tiempo.

Un fortísimo dolor agudo la despertó, agarrotándola el pecho. A su alrededor todo era borroso, coloreado por tintes blancos y rojos. Veía unas siluetas vagamente familiares inclinadas sobre ella y escuchaba varias voces distorsionadas que parecían alzarse en una discusión. Había algo en su interior… algo moviéndose… o eso le pareció porque el retortijón que sentía en el estómago le ascendía por el pecho y hasta el bajo vientre, pulsante y en forma de serpiente. En su campo de visión entró un rostro joven, de cabello corto moreno (¿se llamaba Charlie?) pero entonces desapareció y en su lugar notó que unas manos fuertes la asían por los brazos y la arrastraban fuera del vehículo. 

Intentó ponerse de pie pero estaba tan dolorida y tan mareada que cayó de rodillas y soltó un reguero de vómito. Apenas la dejaron terminar y en esta ocasión sintió dos pares de manos que la alzaban por las axilas. Apenas fue levemente consciente de que la arrastraban al interior de un coche oscuro…

- ¡No! ¡No, por favor! – gritó o puede que no - ¡Stephen! ¡Necesito ver a Stephen!

- ¡Shhh tranquila! – le decía una voz masculina que no era la de un chaval de veinte años – Agáchala la cabeza.

Alguien le hablaba, alguien ponía una mano sobre la cabeza y se la bajaba. La metían en el vehículo, la recostaban contra el asiento,  le limpiaban con una gasa fresca el sudor de la frente pero ella apenas notaba alivio. El dolor era pulsante, el dolor era rojo… y le roía las entrañas como si fuera un fuego candente. La siguiente vez que pulsó fue tan intensa que del rojo su visión pasó al negro.


Techo, fluorescentes, techo, fluorescentes… varias personas iban con ella, hablando en un galimatías que no conseguía entender. No podía centrar sus sentidos, no había nada más allá del dolor y de unas ganas tremendas de destrucción por la libertad… y de los hombres de negro y de blanco. Sabía quiénes eran, sabía que la habían encontrado y la habían atrapado. ¿Volvía a estar en la base?

Por un momento tuvo la lucidez suficiente para tomar una decisión. Cuando la camilla se detuvo golpeó a uno de ellos en el cogote, a otro le atizó una fuerte patada en el vientre, derribándole al suelo. Saltó como pudo de la camilla, trastabillando, tirando el gotero. Unas manos intentaron asirla pero ella se zafó. Delante se extendía el largo pasillo de lo que parecía un hospital pero que no lo era. Debía salir de allí, no podía dejar que la atraparan. Echó a correr torpemente, sus pies descalzos sobre el suelo de baldosas negras y blancas. Consiguió correr varios metros pero entonces el dolor la atravesó de lado a lado. Sus ojos se abrieron de par en par y se llevó una mano a la espalda, haciendo que se arqueara hacia atrás lanzando un grito ahogado cuando notó que sus costillas cedían.

Cayó al suelo de frente y luego giró sobre su espalda, sufriendo una contracción. El rojo jamás había sido tan intenso… la rodearon, la agarraron… pero la soltaron haciendo que se golpeara contra el suelo cuando volvió a sentir aquél infinito dolor, a aquella cosa que se movía en su interior y que llevaba todo este tiempo gestándose en ella. Amelia lo sabía porque ahora podía escuchar sus pensamientos, todos ellos rojos, podía sentir sus costillas cediendo, su carne desgarrándose… ansiaba destruir. La sangre salpicó hasta el techo cuando la criatura consiguió abrirse camino hasta el exterior con sus dientes mientras Amelia sufría dolorosas convulsiones, entrando en shock. Nadie intentó ayudarla, todos estaban demasiado asustados para intervenir. Pero Amelia sabía una cosa: nadie estaba más horrorizado que ella.

Una nueva embestida quebró su esternón y un nuevo chorro de sangre saltó en todas direcciones, salpicándole el rostro. Amelia tosió roncamente y la sangre, oscura y espesa, escapó por su boca cuando vio emerger al monstruo de su cavidad torácica, una forma indefinida cubierta por su sangre. A pesar de que se estaba muriendo Amelia alargó unas manos temblorosas intentando agarrarlo para hacerlo pedazos pero estaba demasiado débil como para hacer lo que se proponía.

- Matadlo – intentó decir, pero sólo consiguió que pompas sanguinolentas surgieran de entre sus labios secos – Que alguien lo mate…

Pero nadie parecía tomar la iniciativa, se escuchaban gritos, una alarma, algo metálico que caía al suelo… Cuando su visión empezó a oscurecerse y sus manos fueron retrocediendo entre estertores, dejando ver cómo la criatura se alzaba un metro por encima de su cuerpo y se lanzaba hacia delante, provocando nuevos gritos, disparos y pasos apresurados alejándose de su cuerpo abandonado en mitad del pasillo Amelia vio cómo todo se volvía negro… y luego blanco. Su último pensamiento fue para Stephen. 


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