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[Teenage Mutant Ninja Turtles] Las apariencias engañan - Capítulo III


- ¿Qué? – preguntó Gioconda a la par que Hayami se volvía.

Leo alzó una mano hacia Gio. Extrajo una de sus espadas, la tomó en sus manos, hincó una rodilla en el suelo y alzó la espada, ofreciéndosela a Hayami. Cuando habló, lo hizo con un tono solemne.

- No puedo prometerte que le mataremos, ya he dicho que no es nuestra forma de proceder. Si lo hiciera, deshonraría a mi sensei porque me alejaría de la senda por la que él tanto esfuerzo ha invertido en encaminarme – hizo una pausa, tomando aire - Pero desde luego que no pienso ignorar lo que sucede aquí y usaré todos los medios que estén a mi alcance para librarte del acoso al que te somete Nomura-san sirviéndose de sus secuaces. Te doy mi palabra de honor.

Dicho esto, agachó la cabeza y no la alzó hasta que Hayami se situó justo delante y puso una mano en su hombro. Le sonreía con cierta calidez, pero aquellos ojos oscuros mostraban la misma furia que viera antes.

- Acepto tus servicios, Leonardo-san. Ahora id, os prometo que os recompensaré con creces.


Gioconda miraba estupefacta a ambos: el que era su hermano adoptivo y la guapísima mujer japonesa. Por un lado, se alegraba de que Leonardo hubiera aceptado auxiliar a Hayami, pues ella misma sentía, por alguna razón y a pesar de que apenas la conocía, que debía hacer algo por ayudarla. Pero por otro… había algo, no sabía qué, que la inquietaba. Quizá se debiera al hecho de que se había mencionado el acto de matar al viejo Nomura: una cosa era que alguien intentara matarte y otra muy diferente es que tú fueras a hacerlo.  Porque NO era lo mismo. 

Podías odiar a alguien muchísimo, tanto que en alguna ocasión fueras capaz de desearle un gran sufrimiento: sabía que no estaba bien pensar así, el maestro Splinter se lo había dicho también. Aún así ella más de una vez se lo había deseado de todo corazón a más de una persona: todos aquellos que hacían daño, a propósito y con deleite a los demás, por poner un ejemplo. Pero de ahí a cometer un asesinato… como que no.

De modo que cuando Leo había dicho que aceptaba el encargo en un primer momento a Gioconda casi le dio un infarto. Le conocía lo suficiente como para saber que él era un espíritu noble, altruista y bondadoso, que jamás haría daño a una mosca. Pero también sabía que era víctima de un estricto sentido de la perfección, de la justicia y del propio honor: que era incapaz de no prestar su ayuda a aquel que pudiera necesitarle… que por cierto, parecía haber desarrollado un fuerte vínculo con Hayami, como si se sintiera responsable de su bienestar. Gioconda estaba segura de que ella le gustaba. ¿Acaso Leo sentía debilidad por las mujeres japonesas? Gioconda había encontrado divertido fantasear con que hubiera algo entre él y Oroku Karai, la hija adoptiva de Shredder, ya que le había dado la sensación de que su hermano parecía sentir algo por ella. Un día le había dado la brasa a Leo con el tema durante una de sus sesiones de entrenamiento: él se había reído de su ocurrencia tachándola de ridícula y dio por zanjada la cuestión, aunque la muchacha mutante no lo hiciera.  Y ahora por fin había comenzado a creerle, viendo cómo parecía reaccionar en presencia de Hayami. De todos modos a Gio no le sorprendía: ella era preciosa, vulnerable y delicada… parecía el tipo de mujer que podía encajar con él, necesitada de un caballero de brillante armadura que pudiera rescatarla. Karai, en cambio, parecía ser el polo opuesto a ella: la hija de Shredder ya se sacaba las castañas del fuego solita y sin ayudas.

Gioconda encontró, pues, tierno el hecho de que los posibles sentimientos de Leo hacia Hayami fueran ciertos, pero también ligeramente problemático: bien sabía ella lo complicado que podía ser el tema del amor y la de tonterías que te hacía cometer. ¿Sería acaso esta empresa en la que acababa de meterse Leonardo una de esas tonterías que se hacen cegado por el amor? Sería un tanto precipitado teniendo en cuenta que apenas conocían de un par de horas a la mujer. Pero también era cierto que ella misma se había enfurecido y escandalizado al saber la historia detrás de la hermosa mujer japonesa: en resumidas cuentas, también quería ayudar, pero no sabía si sería capaz de matar a ese viejo capullo si le tuviera delante, por muchos motivos que pudiera tener para ello. Se alegraba de que la tortuga de antifaz azul hubiera dejado al menos las cosas claras. Intimidar, que no matar. De nuevo esa alarma interna, de que quizá incluso de esta forma se estuvieran precipitando y no se hubieran detenido a pensarlo un poco mejor.

Pero en esos momentos se levantó Leonardo, volviendo a guardar su espada en la funda y Gioconda supo que, independientemente de lo que su instinto le decía, si él se comprometía ella haría lo mismo. Porque le debía muchísimo. De modo que, por Leonardo, lo haría. 


La noche avanzaba, igual que las dos figuras que se deslizaban por las azoteas en completo silencio, aprovechando el cobijo de las sombras, en dirección a la torre de Nomura, situado en Manhattan. En dicho distrito se encontraban buena parte de las instituciones financieras más importantes de la ciudad, como podían ser el Banco de la Reserva Federal o la Bolsa de Nueva York. Gioconda se permitió un momento para admirar el paisaje urbano, el puente de Brooklyn al fondo alzándose sobre el Río Este, recortado contra el cielo de una noche despejada: nunca se cansaba de las vistas de la ciudad aunque también echaba de menos los frondosos bosques de Northampton por los que había paseado incontables veces en las ocasiones que habían estado en la casa de los abuelos de Casey.

Hayami les había dado la dirección de la torre Nomura, en cuya azotea tenía además su residencia el viejo y ruin Tatsuo. El problema sería llegar hasta allí puesto que la torre se alzaba alta sobre los edificios más colindantes, de modo que lo más probable es que tuvieran que colarse al edificio desde alguna de las plantas superiores. Un inconveniente es que no habían traído ninguna de las herramientas que solían utilizar para este tipo de pesquisas, como las que utilizaron para infiltrarse en el edificio de T.C.R.I. aquella vez*. Sin embargo, Leonardo le había asegurado que encontrarían alguna alternativa para poder entrar, pues no había querido oír hablar de pasarse por casa para pertrecharse adecuadamente.

- Tenemos todo lo que necesitamos – dijo, mirando hacia arriba desde la azotea más cercana.

- ¿Ah sí? Recuerda que ni siquiera yo puedo trepar por paredes de cristal a manos desnudas – le hizo ver Gioconda.

Sin embargo Leonardo hurgó en su cinto, en una de las dos bolsitas que solía llevar colgadas cerca de los tirantes de las fundas de sus espadas.

- Lo sé, por eso nunca salgo de casa sin llevar al menos un par de estos – dijo, sacando dos pares de shukos** de ventosa, como los solía llamar Michelangelo a modo de guasa.

- ¡Vaya! Ahm, retiro lo dicho – dijo Gio, y tomó dos de las ventosas que él le ofrecía, poniéndoselas en las manos.


Poco después escalaban en silencio por la fachada de cristal, poniendo mucho cuidado de cómo posaban los pies para no tener riesgos de resbalar. Los shukos de ventosa les habían resultado también muy útiles cuando entraron en T.C.R.I, si bien allí lo hicieron en sentido inverso: descendieron desde la azotea hasta una de las ventanas. Además, la distancia había sido también bastante inferior. 

La torre de Nomura era un rascacielos rematado en su parte superior por una azotea en forma de media luna donde Tetsuo Nomura tenía su residencia siendo esa parte exterior utilizada como un solárium y piscina. Era el lugar perfecto para acceder al interior de la vivienda, sque ocupaba las dos últimas plantas; lo que quedaba por encima era un pináculo que contaba con escalerilla para permitir el acceso a una antena que servía para comunicaciones. 

Cuando llegaron hasta la altura de la terraza, que contaba con una barandilla de seguridad para evitar caídas, Leonardo tomó las debidas precauciones: Hayami les había advertido que el viejo solía usar todo un equipo de guardias que velaban por su seguridad durante las veinticuatro horas del día. 

La tortuga, firmemente adherida a la pared por las ventosas y a cubierto del viento que había a esas alturas, pues justo soplaba de dirección norte y él estaba en la cara sur, se asomó lo mínimamente necesario para echar un vistazo. Pudo ver un césped artificial, arbolitos pequeños talladas sus copas en forma de esferas, los reflejos de la piscina iluminada ondulando sobre las sombrillas y las tumbonas. Y allí paseándose de un lado a otro cerca de su posición, había un hombre vestido con un uniforme oscuro. Por suerte su atención estaba dirigida al interior y no al exterior: estaba claro que no se esperaba que un intruso viniera en esa dirección. 

Pero Leonardo, como buen estratega que era, no se precipitó y en su lugar siguió observando, intentando discernir si detrás de la mampara de cristal que llevaba al interior del edificio podría ver a alguien más ya que cuando subiera a la terraza sería totalmente visible desde allí, pero estaba demasiado oscuro como para verlo. Había un cincuenta por cierto de probabilidades de que uno o más guardias estuvieran en el interior: no tenía forma de saberlo, de modo que no tenía sentido darle más vueltas, pues no tenían otra forma de acceder al interior de la vivienda nada más que por allí. Y siempre cabía la posibilidad de que hubiera cámaras, algo que Hayami no les había sabido confirmar; por su parte, no veía ninguna. En cualquier caso, no tenían más remedio que seguir. De modo que hizo una seña a Gioconda, que aguardaba a su lado pero en una posición algo más baja; la chica asintió con la cabeza, tensándose.

Leonardo, sin apartar la mirada del vigilante, aguardó pacientemente. Cuando el guardia se detuvo cerca del margen de la piscina, mirando distraídamente a la antena cuya luz roja no cesaba de parpadear, la tortuga hizo su movimiento. Sacó en silencio y con rapidez las manos de las ventosas, que permanecieron pegadas a la fachada y se agarró a la barandilla, impulsándose con los pies para encaramarse en posición agachada sobre la misma. Bajó los pies a suelo firme en el más absoluto silencio y en apenas un par de pasos llegó hasta la posición del guardia, le aferró con fuerza para obligarle a doblarse hacia atrás, tapándole la boca para que no gritara y antes de que pudiera hacer nada Leonardo presionó su brazo contra el cuello del humano; unos segundos después éste quedaba inconsciente. La tortuga permaneció unos instantes más de pie, con el hombre desmayado en sus brazos, mirando fijamente a la mampara de cristal, en completa tensión, pero no acudió nadie que acudiera en ayuda del guardia o para detenerle a él.

Gioconda, quien había recogido las ventosas de Leonardo cuando éste agarró al guardia, saltó ágilmente sobre la barandilla, se agachó para retirar las suyas y se reunió de nuevo con la tortuga, que arrastró al vigilante sujetándolo por las axilas hasta esconderle detrás de una de las tumbonas, de tal modo que si alguien se asomaba no vería su cuerpo desde el interior salvo que caminara un poco. 

Por el momento iban bien pero no convenía bajar la guardia por confiarse: el maestro Splinter insistía en que un guerrero confiado podía ser fácilmente derrotado.


Se aproximaron agachados, sin hacer ruido, hasta la puerta de cristal de la mampara y echaron un vistazo: parecía dar a un espacioso salón donde, a pesar de la poca decoración que podían ver por la oscuridad, parecían mezclarse también los estilos tradicionales japonés y el occidental. Las luces estaban apagadas, pero no se percibía ningún guardia, de modo que abrieron la puerta despacio y se deslizaron al interior. Leonardo buscó de nuevo con la mirada posibles cámaras de vigilancia, acostumbrado como estaba al procedimiento gracias a Donatello pero tampoco aquí pudo ver alguna, algo que a esas alturas le extrañó y preocupó a partes iguales. Era raro cuanto menos que un hombre rico como aquél no tuviera un sistema de vigilancia interno en su casa, independientemente de que ésta se encontrara en un rascacielos; quizá fuera ésa precisamente la razón. El edificio ya contaba con un buen sistema de seguridad en los pisos inferiores por los que tendrían que pasar supuestos intrusos para acceder a la parte más superior; quizá no se les ocurrió la posibilidad de que unos ninjas entraran por la azotea pero aún, así la cuestión permaneció enraizada en su mente.

Entonces se reprochó el darle tantas vueltas al asunto, pues debía centrarse en encontrar cuanto antes el dormitorio de Nomura para lanzarle la advertencia: a esas horas de la madrugada debería estar acostado. Un fugaz pensamiento, una posibilidad que  no se le había ocurrido hasta ese momento, pasó por la mente de Leonardo. ¿Y si el viejo no estaba solo? Hayami había mencionado que tenía, al menos, un hijo. ¿Estaría su esposa con él? Leonardo lo dudaba: teniendo en cuenta que a Nomura le gustaba rodearse de mujeres jóvenes y hermosas como Hayami seguramente su esposa estaría en Japón. Por alguna razón pensar en el hombre maduro poniendo las manos sobre Hayami hizo que a Leo le hirviera la sangre de tal modo que él mismo se sobrecogió. Era furia, desde luego, pero había algo más que no sabía identificar con seguridad. Acaso él… ¿estaba celoso? Sacudió la cabeza cuando notó que Gioconda le palmeaba el brazo, señalándole las escaleras en espiral que había en la pared lateral izquierda, entre el salón y lo que parecía una cocina de estilo office. Leo alzó la vista, siguiendo el recorrido y vio el descansillo de la planta de arriba sumido en tinieblas. Asintió con la cabeza y tomó la delantera, avanzando en el más absoluto silencio como sólo un ninja era capaz de conseguir mientras Gioconda permanecía unos pasos por detrás, ligeramente en tensión, por si algún vigilante más venía. A ella también le parecía extraño que sólo se hubieran topado con uno, pero seguiría a Leo en sus pesquisas.

Las escaleras daban a un pasillo fríamente decorado, demasiado oscuro para apreciar las obras de arte que colgaban de las paredes. En el lado derecho la barandilla de cristal y metal evitaba que cayeras sobre la mesa que separaba la cocina del salón. Gioconda se permitió distraerse imaginando una estampa graciosa: Michelangelo saltando desde la barandilla directamente al sofá que había debajo, tomar con toda tranquilidad el mando a distancia y encender el televisor para sintonizar su programa favorito. Algo peligroso pero divertido, del tipo de cosas que Mikey intentaría sólo por hacerse el gracioso y lucirse un poco. 

Justo después de la escalera una puerta abierta que daba a la oscuridad insondable de un cuarto de baño y, más allá, otra más entreabierta: tenía pinta de que habían dado con el dormitorio. Se apresuraron, pero Leonardo no quería correr riesgos; hizo una señal a Gio para que se quedara en el pasillo e intentó otear a través de la rendija, que apenas tenía un dedo de grosor, sin éxito. Apoyó su mano de tres dedos sobre la hoja de madera y empujó apenas, lo justo para poder ver los pies de una cama grande… ocupada por alguien. Pudo intuir una forma debajo de la colcha, aunque no escuchaba ronquidos: un hombre de esa edad de seguro que los emitiría.

La tortuga de antifaz azul se detuvo, le hizo un gesto afirmativo a Gioconda para que ella supiera que habían dado, muy probablemente, con su objetivo. Pero antes de que Leo pudiera seguir se escuchó un gran estruendo cuando alguien derribó la puerta de acceso a la vivienda de una patada a la par que se hacía la luz..

- ¡Mierda! – dijo Gioconda, entre dientes, alzando la cabeza cuando las luces se encendieron.

Leonardo retrocedió hasta la barandilla y pudo ver, justo delante y más abajo, al llamado Yoichi, en compañía de otros cinco hombres. Él les señaló y extrajo la katana que llevaba colgada al cinto mientras el resto mantenían alzadas sus armas automáticas.

- ¿Cómo os atrevéis? – rugió, su rostro enrojecido por la furia - ¿Cómo os atrevéis a venir aquí, demonios? ¡Esa zorra lo pagará caro! – y a sus hombres - Sorera o korosu!*** 

Los otros alzaron sus armas en su dirección sin dudarlo.

- ¡CUIDADO! – exclamó Leonardo y saltó a un lado, derribando a Gioconda justo cuando comenzaron los disparos.







* Visto en los capítulos veinticinco y veintiseis de la primera temporada, "La búsqueda de Splinter (Partes 1 y 2)".

** Shuko: o tegaki, especie de brazalete que contaba con una o dos correas de cuero, una que se sujetaba a la palma de la mano y la otra a la muñeca o el dorso de la mano, provisto de una banda de hierro con púas que permitía al ninja bloquear ataques con espadas y escalar paredes o árboles como un gato. Especialidad de la Togakure-ryu, también hay una variante llamada Tekagi-shuko (con cuchillas, un arma casi igual a la que porta el mismísimo Shredder) y otra arma similar llamada neko-te (garra de gato).

*** ¡Matadlos! - del japonés.

1 comentario:

  1. Quizá no tanto, piensa que si tienen ganas a Hayami, volverán tarde o temprano. Mejor solucionar las cosas cuanto antes; ella lo quiere así. Fíjate que de Leo se suele decir, así en general, que tiene paciencia y temple, pero que cuando se enfada, puede ser peor que Raph. Hay un capítulo de hecho, donde está tan frustrado, que descarga esa frustración contra Splinter durante un entrenamiento. Hasta Raphael se quedaba o_o

    Está oscuro porque es una casa por la noche, luces apagadas, perfecto para un ninja. Ya veremos por qué les detectan.

    Prueba a leer de nuevo, quizá yo no me expresé con claridad, ya que me cuesta describir las estancias.

    Ha pasado bastante tiempo ya desde que Gioconda fue a vivir con ellos, sí. Ya sucedió todo el tema de la guerra de bandas, ya que se menciona a Karai y es ahí cuando aparece por primera vez.

    ¡Un saludo! Y gracias por dejar tu opinión ^^

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