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[Warcraft] Thrall y los Frostwolves - Capítulo 21


El día siguiente amaneció con el cielo encapotado y oliendo a humedad. Thrall pensó en solicitar la retirada de la incipiente lluvia, pero lo consideró y decidió que, por el momento, no cambiaría el tiempo.

A pesar de las malas noticias de Taretha estaba decidido a intentar un parlamento, incluso aunque sabía que superaban en cuatro contra uno a las fuerzas de la fortaleza. De modo que seleccionó a un pequeño grupo de leales Frostwolves junto con Hellscream para formar una comitiva. Marcharon, armados y acorazados, con paso firme por el camino que llevaba a Durnholde. Estarían respaldados por el resto del ejército si se intentaba cualquier emboscada.

Aun así, quiso asegurarse y llamó a una pequeña avecilla cantora a la que solicitó un reconocimiento. Cuando ésta regresó a su mano, le dijo.

- Os han visto. Corren hacia la fortaleza y otros intentan rodearos por la retaguardia.

Thrall frunció el ceño ante las noticias. Tratándose de Blackmoore era un buen movimiento. 

- Vuela hasta mi ejército y busca al anciano chamán ciego – pidió a la avecilla – Cuéntale lo mismo que me has dicho a mí.

El animalillo obedeció y partió presto. Drek’Thar no combatiría directamente, pero podría sugerir la mejor acción a seguir: a pesar de ser ciego, había participado activamente en las guerras previas y tenía experiencia. 

Siguieron avanzando. Cuando la muralla de piedra fue visible para ellos notó un cambio operado en su grupo.

- Izad ya la bandera blanca – ordenó – Nos atenderemos a las formalidades, a ver si eso evita que abran fuego antes de tiempo. Aunque tenemos todas las de ganar es mejor ser precavidos. Eso sí, os aseguro que Durnholde caerá sin ninguna duda si rechaza las negociaciones.

Ojalá no tuvieran que llegar a esos extremos, añadió para sus adentros, pero con Blackmoore nunca se sabía. Según se aproximaban notaron movimiento de tropas: arqueros dispuestos, docenas de caballeros alineados delante de las murallas, armados con picas y lanzas, cañones alineados y preparados para abrir fuego. Pero ver esto no detuvo el avance de la comitiva; mantuvieron el ritmo sin vacilar. Y allí, en una de las almenas justo encima de la puerta de madera, se hallaba el mismísimo Aedelas Blackmoore y, a su lado, su fiel protegido Langston quien seguramente le habría informado de todo de lo que fue testigo en el último campamento. 

Ver a su antiguo amo hizo que Thrall se agitara internamente, pero no dejó que su nerviosismo se hiciera visible. Dio el alto, quedando a una distancia prudencial donde los arqueros no pudieran alcanzarles pero que les permitiría mantener una conversación a gritos, ya que no parecía que el señor de Durnholde tuviera intenciones de bajar.

- Vaya, vaya – dijo Blackmoore, con la voz pastosa que Thrall recordaba tan bien – Pero si es mi pequeño orco de compañía, ya crecidito. Mírate en esa armadura: es asombroso lo que te favorece.

- Saludos, teniente general – respondió el joven orco, sin caer en su provocación – No vengo en calidad de mascota, si no de líder de un ejército, uno que ha infligido derrotas a tus hombres recientemente. Sin embargo, hoy no vengo con la intención de pelear, salvo que me obligues a ello.


¿Ese patético humano era quien había esclavizado a Thrall? Ifta no daba crédito, pero Drek’Thar siempre le había dicho que no debía dejarse engañar por las apariencias. Aun así, ella había imaginado algo muy distinto a lo que veía ahí.

Para empezar, no era una imponente figura aguerrida y feroz ni siquiera en aquella coraza, sino más bien un humano de complexión media y que, para más inri, saltaba a la vista que estaba ebrio. De cabello negro como las alas de un cuervo que le llegaba hasta los hombros, barba igualmente morena y puntiaguda, ojos azules como el hielo, apenas podía mantenerse en pie. ¿Cómo era posible que alguien así fuera el señor de toda una fortaleza? ¿Cómo pensaba liderar en ese estado a los suyos? Resultaba patéticamente deshonroso e Ifta no alcanzaba a comprender por qué nadie le habría desafiado para ocupar su lugar. Desde luego los humanos eran unos seres difíciles de entender.

Estudió el perfil de Thrall quien no pudo disimular una mueca de asco y vergüenza cuando Blackmoore perdió el equilibrio y se tuvo que sostener en la pared al dirigirse de nuevo a él. Aun así, sus ojos estaban brillantes e Ifta pudo apreciar la tensión acumulada en su cuello, en su mandíbula, en su ceño, en sus puños cerrados; parecía a punto de estallar, pero en su lugar se esforzaba por mantener la compostura y no arruinar las negociaciones. Le hubiera gustado apoyar una mano en su brazo para recordarle que no estaba solo, pero sabía que en absoluto sería una buena idea.

- Qué detalle, Thrall – decía Blackmoore en ese momento, sin duda pasando por alto todos estos detalles – Dime, ¿qué es lo que tienes en mente?

- Estamos dispuestos a dejar las hostilidades salvo que se nos obligue a defendernos. Por otra parte, mantienes a cientos de orcos prisioneros en el resto de campos. Libéralos y regresaremos al bosque, dejando a los humanos en paz.

Blackmoore, por su parte, echó la cabeza hacia atrás y se rio.

- ¡Ay! – jadeó, enjugándose lágrimas que habían aflorado a sus ojos - ¡Eres más gracioso que el bufón del rey, Thrall! Esclavo. Te lo juro, me divierte más verte ahora de esta guisa que cuando peleabas en la arena de gladiadores. ¡Escúchate, por la Luz! Te crees superior ¿no es así? Que sabes lo que es la clemencia ¿eh?

Ifta se percató de que el hombrecillo que estaba al lado de Blackmoore se volvía hacia otro más alto que le miraba fijamente. ¿No era ese el humano al que Thrall llamaba Sargento* y al que tenía en tan alta estima? El joven chamán le había hablado también de él y le había dicho qué aspecto tenía, por eso pudo reconocerle; desconocía si pasaba lo mismo con los humanos pero aquel color de cabello era algo realmente insólito para un orco. Al instante pensó que ese sí que parecía una figura más digna de respeto: alto para un humano y ancho de espaldas, cabellos y barbas del color del fuego, con un enorme aro como pendiente en una de sus orejas y una llamativa cicatriz en el rostro. Le estaba murmurando al hombrecillo frágil y, por sus gestos, parecía ser algo que los alteraba.

De hecho, su conversación atrajo la mirada de Blackmoore, que volvió el rostro hacia ellos.

- ¡Hombre, sargento! – tronó avanzando hasta él - ¡Mira Thrall, he aquí un viejo amigo!

Thrall exhaló un suspiro.

- Lamento que todavía siga ahí, sargento – dijo con total sinceridad.

Los labios del hombre se movieron, pero no alcanzó a escucharse nada de lo que dijo, ni siquiera los congéneres que lo rodeaban.

- Has pasado lejos mucho tiempo Thrall – contestó el Sargento en voz alta e Ifta se percató desde ahí que le faltaban varios dientes.

- Convenced a Blackmoore para que libere a los orcos y juro, por el honor que me enseñaste y que conservo, que nadie que ocupe esta fortaleza saldrá herido – insistió Thrall. 

A pesar de que no entendía en absoluto lo que estaban diciendo Ifta intuyó por diversos motivos que habían llegado a un callejón sin salida; la negociación estaba condenada desde antes de empezar. Notaba a Thrall reticente a darse por vencido, conteniendo sus emociones mientras que el tal Blackmoore parecía estallar en arrebatos alcoholizados. Como cazadora estaba acostumbrada a fijarse en cada ínfimo detalle; había ido examinando detenidamente a los soldados apostados en lo alto de la muralla, a los caballeros expectantes en sus relucientes armaduras. Era obvio que todos y cada uno de ellos estaban preparados igualmente para la pelea. Varios cañones bostezaban en su dirección, listos para disparar. La tensión era tal que casi podía cortarse con un cuchillo.

¿Qué sentido tenía toda esa pantomima si todos estaban dispuestos para la contienda? Pensar que los orcos no tendrían que luchar hasta su último aliento por la libertad era de necios. ¿Por qué postergar la confrontación con ese intercambio de palabras inútiles? 

Captó una mirada de soslayo de Hellscream, una muda advertencia e Ifta se obligó a mantener la posición. Sin duda su impaciencia comenzaba a aflorar a la superficie y quizá se estaba moviendo más de la cuenta, contagiando su agitación al resto de la comitiva. Gruñó por lo bajo, agachando la cabeza de forma sumisa y sintió, aliviada, cómo se retiraba de ella la mirada carmesí. Por suerte Thrall no parecía haberse dado cuenta de esto, ya que tenía toda su atención enfocada hacia Blackmoore.

La conversación había continuado mientras tanto.

- ¿Por qué lo hiciste, Thrall? – preguntaba Aedelas en esos momentos, con la voz rota - ¡Te lo di todo! ¡Tú y yo habríamos dirigido a esos pieles verdes tuyos contra la Alianza y habríamos conseguido carne, vino y oro hasta hartarnos!

Ifta frunció el ceño. No sabía qué había dicho Blackmoore pero vio cómo los soldados y caballeros presentes intercambiaban miradas de desconcierto y asombro. Hasta Hellscream había abierto la boca a la par que fruncía el ceño: le miró, deseosa de que éste pudiera darle alguna pista, pues el líder Warsong sí comprendía la lengua humana**, pero no lo hizo. En cambio, Thrall no parecía sorprendido en absoluto. Es más, no dejó escapar la oportunidad.

- ¿Habéis oído eso, habitantes de Durnholde? – gritó - ¡Vuestro amo y señor estaba dispuesto a traicionaros a todos! ¡Alzaos contra él, rendirlo ante nosotros y al término del día conservaréis tanto la vida como la fortaleza! – Hizo una pausa. Fuera lo que fuera lo que había dicho, no sucedió nada, pero esto no dejó que lo desalentara – Te lo pediré una última vez Blackmoore. Acepta nuestras condiciones o muere.

Aedelas se encumbró en lo alto de la empalizada, sosteniendo un saco en la mano derecha.

- ¡Ésta es mi respuesta, Thrall! – exclamó, metiendo la mano del saco y extrayendo algo que hizo que tanto Langston como el Sargento retrocedieran. Acto seguido lanzó el objeto con todas sus fuerzas y éste voló por los aires, golpeó en el suelo y llegó rodando hasta detenerse a los pies de la comitiva.

- ¡Eso es lo que hago yo con los traidores! – aulló Blackmoore, bailoteando como un demente - ¡Eso es lo que les hacemos a los seres queridos que nos traicionan, que lo cogen todo sin dar nada a cambio y que simpatizan con los mil veces malditos orcos!


Los ojos de Ifta se abrieron como platos cuando vio que aquella cosa que Blackmoore les había arrojado era la cabeza cercenada de la joven Taretha Foxton.

Thrall… pensó automáticamente y rauda le miró. Éste se había quedado como petrificado en el sitio, incapaz de apartar la mirada de tan aberrante visión. ¿Quién sabía la de cosas que deberían estar pasándosele por la cabeza? ¿Acaso…?

Un grito lacerante, cargado de dolor y furia, se alzó hacia los cielos. Y al instante éstos estallaron: docenas de relámpagos hendieron las nubes, estallidos ensordecedores hirieron los oídos de los hombres de la fortaleza. Muchos arrojaron las armas al suelo y se arrojaron sobre él o se arrodillaron, aterrorizados por aquella cólera celestial que no era sino un reflejo del lacerante dolor del líder orco. Incluso la comitiva de orcos se encogió ligeramente, abrumados por un fenómeno de tal magnitud como ese.

Aun así, Blackmoore reía, confundiendo su furia con el desaliento. Cuando los últimos ecos del trueno se disiparon exclamó.

- ¡Allí en la arena decían de ti que eras indoblegable! Pues bien, Thrall, yo he doblegado. ¡Te he doblegado!

Pero cuando el grito de Thrall se apagó y clavó la vista en él Blackmoore se puso blanco como la nieve, comprendiendo finalmente lo que había provocado con su repugnante asesinato. 

- Thrall – llamó Hellscream, preocupado. 

El joven jefe, con el rostro aún bañado en lágrimas, lo fulminó con la mirada. Pero en el semblante del otro líder halló comprensión y aprobación… lo mismo que pudo leer en los rostros de los otros miembros de la comitiva. Por último, fijó sus ojos en Ifta, quien, asintió despacio, afianzando el arma en sus manos, sus ojos brillantes chispeando de cólera mientras mostraba los dientes fieramente.

Así que despacio Thrall alzó el martillo de guerra y comenzó a pisotear el suelo con fuerza. Su comitiva se unió a él y, enseguida, el resto de su ejército. La tierra comenzó a estremecerse con aquel ritmo lento y poderoso.


Con una acción tan simple a la par que atroz Blackmoore había sentenciado el fin de las negociaciones de paz. Y el ejército orco cayó sobre ellos como un martillo lo hacía sobre el yunque.

Aquella batalla fue la más dura a la que se enfrentaron los orcos desde que iniciaron su liberación. Lo primero que hicieron los humanos una vez que el ejército comenzó a cargar contra ellos fue dispararles con sus cañones. Thrall a su vez invocó al espíritu de la tierra y atacó directamente a la muralla, fijando sus esfuerzos en la colosal puerta. Y aunque en un principio la construcción pareció resistir, a fin de cuentas, era mucho más sólida que las murallas de los campamentos, el joven chamán consiguió echarlas abajo.

Apenas cayeron los orcos se apresuraron en su dirección y a su encuentro salió la caballería, siguiendo las órdenes del Sargento quien, ante la incapacidad de Blackmoore para hacer nada y que Langston era un incompetente cobarde, había asumido el mando de la defensa de Durnholde una vez este último delegó en él.

Por su parte el teniente general, dándose cuenta de lo que había provocado con la ejecución de Taretha, lo único que hizo fue intentar huir. Pero Thrall estaba dispuesto a saldar sus cuentas con él. De modo que lo primero que hizo tras apresurarse a poner el pie en Durnholde fue buscar a Langston y gracias a este comprendió lo que había sucedido: de algún modo Blackmoore sabía de la traición de Taretha y había puesto un hábil espía para que la siguiera, de esa forma pudieron descubrir que la chica usaba un pasadizo secreto que había en los mismos aposentos*** de Aedelas para salir de la fortaleza sin ser vista. Así que Thrall, intuyendo que el bastardo de su antiguo señor intentaría huir por ese mismo sitio corrió hacia allí, convocó de nuevo al espíritu de la tierra y selló el túnel para cortarle su única vía de escape. Por último, despejó el lugar de muebles y aguardó a que el cobarde de su antiguo señor hiciera acto de presencia.

Y cuando contempló su figura postrada, intentando de alguna manera justificar el acto horrible que había cometido, Thrall no le dejó. Se preguntó cómo era posible que aquella ruina de hombre le hubiera atemorizado durante tantos años. Cómo fue capaz de sentir aquella adoración, aquel deseo infinito de que le mostrara afecto, aquella necesidad de impresionarle. Lo único que merecía ese individuo era lástima, pero eso le libraría de aquel duelo a muerte, algo que Thrall no estuvo dispuesto a permitir. No con la imagen tan reciente en su mente de los restos de Taretha ante él.

Su rabia apartó cualquier mínimo sentimiento de compasión que pudiera albergar y pugnó por mantenerse sereno para bridarle alguna oportunidad a Blackmoore, ya que éste estaba en inferioridad clara por estar ebrio. Y aunque a pesar de eso peleó bien, cuando la ira lo embargó todo terminó deprisa. El teniente general cayó, herido mortalmente, pero no expiró sin antes pronunciar unas últimas palabras funestas.

- Eres… lo que yo hice de ti – dijo con un hilo de voz, el rostro pálido sudoroso, el cabello negro y grasiento sobre los ojos azules, sangre manando de su boca a borbotones y las manos aferrándose el pecho ensangrentado. Una sonrisa temblorosa cruzó su semblante – Me siento tan orgulloso…

Esas dos oraciones acompañaron a Thrall mientras enfilaba de regreso al patio exterior. 

Para cuando salió afuera fue recibido por una lluvia torrencial. Aun así, se detuvo dos pasos por delante de la puerta, alzando el semblante hacia el cielo gris, los ojos cerrados, permitiendo que las gotas de agua repiquetearan en la armadura, le empaparan el largo cabello trenzado y el rostro, como si con ese simple gesto pudiera limpiarse de la impronta que aquellas sucias palabras habían dejado en él.

Bajo esa misma lluvia los orcos agruparon a todos los humanos en el patio, para posteriormente irlos evacuando de la fortaleza. En orden, sin hacerles ningún daño, pues el Jefe de Guerra así lo había ordenado. En Durnholde no sólo había un destacamento militar si no también civiles, mujeres y niños, trabajadores que sólo buscaban ganarse la vida de una forma honrada. Ellos no tenían la culpa de las decisiones de su señor.


Sólo cuando la fortaleza quedó despejada de animales, orcos y humanos Thrall se permitió invocar de nuevo al espíritu de la tierra.

- Este lugar ya no sirve a ningún propósito – le dijo – Ni tampoco lo tendrá en un futuro. Es un símbolo de la opresión, del sufrimiento, de la traición y de la maldad hacia mi pueblo. Que caiga, que se desmorone.

Y mientras pisoteaba el suelo rítmicamente, con los brazos extendidos, fue repasando los recuerdos de lo vivido en ese lugar con ánimo de dejarlos atrás, como quien hojea las ilustraciones de un libro pasando las páginas: las largas horas en soledad pasadas en su celda diminuta, la despiadada arena de gladiadores, el desprecio en la mirada de los hombres, los abusos de Blackmoore… 

Y con cada nuevo pisotón la tierra temblaba más y más.

- ¡Qué caiga, que se desmorone!

Alzó los brazos. Enormes grietas surgieron de la gran muralla, resquebrajando la construcción de tal forma que enseguida se vino abajo, pulverizada, con un ensordecedor estrépito. A pesar de la lluvia se alzó una gran nube de polvo, que poco a poco se fue asentando, desvelando unas ruinas retorcidas de madera y piedra. Los orcos alzaron jubilosos vítores que contrastaron con la desolación y el silencio que embargaban a los humanos.

Sin embargo, Thrall ignoró todo esto, su vista fija en algún punto de aquel lugar donde, sabía, yacían los restos de Aedelas Blackmoore.

- Si deseas enterrarlo de verdad no debes limitarte a hacerlo físicamente, sino también en tu corazón. Sólo entonces lo dejarás ir – dijo una voz junto a Thrall. Éste se giró y vio a Drek’Thar y, detrás de él, aguardaba Palkar. 

- Eres un chamán muy sabio. Demasiado, tal vez.

- Dime. ¿Ha servido de algo su muerte?

- Era un veneno no sólo para mi, si no para los demás. Así que sí, era necesario – respondió Thrall, tras meditarlo. Entonces tragó saliva– Antes de expirar él me dijo… me dijo que se sentía orgulloso de mí. Que yo era lo que él había hecho de mí… Maese, esa idea me aterroriza.

Drek’Thar no habló enseguida, si no que pareció pensar. Entonces asintió lentamente y dio unos pasos hacia él, impasible ante la lluvia.

- Pues sí, eres lo que él hizo de ti – repuso, a sabiendas que su respuesta no sería bien recibida, aunque fuera necesaria. Así que el anciano apoyó su mano arrugada pero aún fuerte en el brazo blindado de su aprendiz – Pero tú también eres lo que hicieron de ti Taretha. Y el Sargento, y Doomhamer. E incluso Snowsong – hizo una pausa – Lo que hicieron de ti Ifta, Palkar y Morga. Todos tus amigos… y yo mismo. Lo que ha hecho de ti cada lección, cada batalla. Y lo que tú mismo te has hecho… tú eres el Señor de los Clanes. 

Dicho esto, palmeó su brazo acorazado, dio media vuelta y se reunió con Palkar para marcharse. El niño le dedicó una última mirada antes de volverse.


Thrall suspiró para sus adentros, meditabundo. Había sustituido la afirmación de Blackmoore por una pregunta muy distinta. ¿Sería alguna vez tan sabio como Drek’Thar? Pronto se le sumó alguna más. ¿Sería realmente digno de su actual cargo, Jefe de Guerra? ¿El Señor de los Clanes?


Sólo el tiempo lo diría…





 * Para los despistados, pues lo expliqué varios capítulos atrás, o los que no hayan leído El señor de los Clanes, este fue el instructor que enseñó a Thrall no sólo a pelear, sino también a mostrar clemencia, de ahí la frase burlona de Blackmoore. Es el único humano, junto con Taretha, que lo trató bien.


** En El Señor de los Clanes no se especifica, pero teniendo en Warcraft: Shadows & Light se nos dice, en su ficha, que sabe hablar el idioma orco, el común y el idioma enano. Tiene sentido, teniendo en cuenta las anteriores guerras, que al menos conozca un mínimo de ese idioma.

 

*** Si os preguntáis cómo demonios sabía Taretha de este pasadizo secreto, nos lo explican en el libro. Blackmoore se lo contó un día estando borracho y luego olvidó que lo había hecho, de ahí que éste no atara cabos una vez descubrió que ella lo había traicionado. Si queréis saber más de todo esto, leeros El Señor de los Clanes, de nuevo os lo recomiendo.




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